Dos Hermanas

“La vida de ahora”, dice Roge, “no tiene nada que ver con la nuestra de antes”.

Roge es una de las tres hermanas de José Miguel, la mediana. Estamos charlando en el confortable salón de su casa en Barcelona, tomando café. Me cuenta la llegada de su familia a la ciudad desde su Extremadura natal en 1968. También está Pepi, la tercera hermana, y dos de las hijas de Roge: Raquel, que nos escucha en silencio, y Helen, que nos filma para la posteridad. Nos hemos  reunido para hacer en común este retrato en palabras.

Roge dice que habría querido estudiar pero sus padres, Maruja y José, se negaron. Entonces, en muchos pueblos de España no había instituto, aunque fueran grandes como Villanueva de la Serena y se mandaba a los niños a la escuela privada, normalmente religiosa. En general, a no ser que los padres fueran inusualmente ambiciosos, las clases trabajadoras no consideraban una buena inversión la educación de las niñas. Bastaba con enseñarles a las cosas de su casa para cuando les tocara casarse y ser madres, como era su destino.

Hasta que llegara ese momento, tenían que trabajar para ayudar en casa. Así era la economía de entonces. Nada que ver con la de ahora, efectivamente, como dice Roge. El caso es que tampoco había muchas perspectivas de futuro para ellas en el pueblo y esa fue la razón por la que su padre decidió emigrar a la ciudad. El llamado “desarrollismo” franquista había plantado semillas de cambio y despertado inquietudes por todo el país.  En un primer momento, habían pensado ir a Madrid, donde tenían familia en Alcobendas, un suburbio al norte de la capital, pero al final terminaron en Barcelona porque alguien le encontró un trabajo allí.

Don José, era muy aficionado a la música. Yo lo recuerdo siempre ensayando con su trompeta, un hermoso instrumento que cuidaba con gran esmero. A menudo, cuando yo iba de visita, lo encontraba limpiándola y mimándola. Se aferraba a ella como a un objeto sagrado, como se aferra uno a las ilusiones de su juventud.  Según Roge, se había comprado su primera trompeta a los dieciséis años y había aprendido a tocarla de forma totalmente autodidacta. José Miguel debió de heredar eso de él, pues también prefería aprender las cosas por sí mismo, de una forma práctica, sin escuelas ni disciplinas.

Pepi y Roge están de acuerdo en que padre e hijo eran bastante parecidos, tanto físicamente como en el carácter. Como él, Don José era un hombre creativo. De nada hacía cualquier cosa:  de una mesa un taburete, de una rueda una silla y luego lo vendía todo con gran astucia comercial. Sacaba dinero de debajo de las piedras. Había sido vendedor ambulante de ollas, de ropa, de joyas. Roge lo recuerda cargando una cesta de mimbre ofreciendo productos de casa en casa. Un hombre emprendedor, como también lo hubiera sido José Miguel, de no haber sufrido la condición bipolar que había heredado de Maruja.

Una vez en Barcelona, don José se había colocado como encargado del garaje en el Diplomatic, uno de los grandes hoteles de la ciudad. Además, para sacarse un sobresueldo, colaboraba como cobrador de recibos en Santa Lucía, una compañía aseguradora entonces especializada principalmente en decesos. Cuando José Miguel y yo éramos niños, a veces nos mandaba a cobrar recibos impagados de algún moroso del barrio.

Íbamos después de comer, a la hora de la siesta, que entonces todavía se observaba rigurosamente en España. Las tiendas cerraban entre las dos y las cinco, y hasta los bares se vaciaban. Recuerdo el silencio de las calles, casi sin tráfico durante un par de horas, el olor al café de después de comer que impregnaba el ambiente. Llamábamos al timbre y Miguel anunciaba con su voz nasal: “Santa Lucíaaaaa”, y nos abrían la puerta. Nos hacía gracia cuando, a veces, alguien respondía por el interfono: “¡que la vista nos conserve!”. Tendríamos entonces doce o trece años, pero Miguel se comportaba siempre con un aplomo que me admiraba. Yo era un poco más apocado que él.

 

Don José y la señora Maruja se habían conocido en el parque de Villanueva. Ella tenía dieciocho años y él poco más o menos igual. Tontearon y ella se quedó embarazada. Naturalmente, se casaron, como era la costumbre en aquellos tiempos. Don José era un caballero. Se fue a hacer el servicio militar siendo ya padre de una niña, Tomasa, la hermana mayor, que ahora vive en Don Benito, cerca de Villanueva. Esa precocidad sexual también la heredaría quizás José Miguel, que nunca fue amigo de convenciones burguesas.

Roge dice que ella llevó mal venir a Barcelona. Tenía catorce años y estaba enrabiada porque no le dejaron presentarse al examen de ingreso al bachillerato. La mudanza a la ciudad le rompía todos los esquemas. Pero Don José fue tajante: había que ayudar en casa. Eran las ideas de entonces, aunque estuvieran rápidamente quedándose anticuadas. Los hijos, en cuanto tenían uso de razón, como solía decirse, aproximadamente a la edad de nueve años, tenían que ir a trabajar.

Como ella no pudo conseguir lo que quería, Roge luchó luego por lograr que su hermano sí lo hiciera. Esa era una idea muy extendida también en aquellos tiempos. La familia trabajadora se veía como una unidad y no como una serie de individuos independientes. El dinero de uno era el dinero de todos. Existía una fuerte idea de continuidad. Los éxitos de unos lo eran de todos, e igualmente los fracasos. Quizás por eso Roge se sintió particularmente dolida por la manera impulsiva en la que Miguel abandonó los estudios sin llegar a terminar el bachillerato. Dios da pan a quien no tiene dientes, debió de pensar.

José Miguel se llevaba once años y medio con ella y seis con Pepi, que no recuerda nada del viaje a Barcelona, solo algún flash de su madre en un estado de gran agitación nerviosa. Lo que sí recuerda Pepi vívidamente es el día en que nació su hermano, un nueve de enero de 1964. Don José estaba muy emocionado y la llevó a verlo a la habitación donde su madre acaba de dar a luz. También recuerda llegar a la estación de Chamartín, en Madrid, donde hicieron noche en casa de los primos de Alcobendas y aquel pequeño piso en el que durmieron los seis en una misma habitación, una auténtica pesadilla. Al día siguiente salieron para Barcelona.

Antes de dejar Villanueva, habían vendido todos los muebles, y eso había sido traumático para Roge.  Para ella fue un trasunto del desmantelamiento de sus deseos. Por entonces acababan de llegar a España los productos de plástico, que tenían un aura de modernidad norteamericana. Quizás por eso Maruja había insistido en traerse con ellos un cepillo de barrer recién comprado. Se lo hizo llevar a Roge, junto con un botijo y un paraguas. Leña añadida al fuego de su enojo.

Los dos nos reímos ahora por la incongruencia de esos objetos. Le digo que la imagino como una diosa griega armada con sus atributos, Palas Atenea con cubo, botijo y paraguas, símbolo de su futuro como mujer: limpiar, nutrir y proteger. Se sentía ridícula y humillada cargando con esas cosas  y, en un momento de descuido, dejó el cepillo abandonado en un rincón de la estación. Fue su pequeño acto de rebeldía. “Yo siempre fui la contestataria”, dice con orgullo.

Su hija Raquel la escucha sorprendida soltar esa afirmación tan rotunda. La idea de su madre como una rebelde es una novedad para ella. Pero yo sí comprendo la frustración de Roge. Ser madre y ama de casa son muy dignas ocupaciones, más importantes sin duda que muchos otros trabajos que hacemos los seres humanos, pero insuficientes para los sueños que su juventud anhelaba. Sentía una gran curiosidad por todas las cosas, un afán de algo inefable, pues se le negaba el lenguaje para hacerlo, como a tantas mujeres de su tiempo.

Tras esa imagen de madre conformista y sacrificada que tienen de ella sus hijas, siempre estuvo latente la Roge que abandonó el cepillo de plástico en la estación de Chamartín. A menudo son estos pequeños detalles los que nos dejan una mayor huella. Como tantas mujeres de su tiempo en España, Roge tuvo que conformarse con mucho menos de lo que ella hubiera deseado. “Yo he llorado mucho”, nos dijo aquella tarde. Los estrechos parámetros de la sociedad de entonces no le gustaban, pero no podía hacer nada contra ellos.

Como Don José, también ella comparte con su hermano más rasgos de los que en principio pudiera parecer. Todos somos producto de eso que el psicólogo Bert Hellinger llamó las “constelaciones familiares”, es decir, las tensiones heredadas de generaciones pasadas.

Roge tuvo que conformarse con su sino pero dentro de ella siempre estuvo la niña que se planteaba cuestiones existenciales tumbaba en el patio de la casa del pueblo, mirando las estrellas o las nubes cambiantes. Quería aprender sobre todas esas cosas, estudiar, pero no fue posible. Cuenta satisfecha como el día de su comunión armó la marimorena, negándose a que la pasearan por todo el pueblo, luciéndola como una muñeca, según era costumbre.

Al poco de llegar a Barcelona, Roge encontró un trabajo en una tienda de electrodomésticos y artículos para el hogar. Se llamaba “Radio Costa” y era uno de esos negocios con solera que había antes en los barrios de las ciudades. Estaba cerca de la Sagrada Familia. A nivel local, era un lugar prestigioso, un poco el equivalente a trabajar hoy como administrativo para Google o Apple. Se consideraba una buena posición para una chica de clase trabajadora, hasta que se casara y se convirtiera en esposa y madre.

Pepi, en cambio, nunca tuvo las veleidades contestatarias de su hermana. Era demasiado pequeña para participar en esas rencillas típicas de las familias en aquellos tiempos de rápidas transformaciones. Fue un choque brutal el que se produjo entonces entre dos mundos con mentalidades enfrentadas: lo tradicional, el nacional catolicismo franquista, el mundo pequeño de una población provinciana y los nuevos horizontes y libertades que explotaron en España, como en todo el mundo, a partir de los años sesenta. A lo largo de la conversación, se trasluce lo doloroso que fue para ella la enfermedad de su madre, la triste resignación con la que lo llevó, así como el cariño y la admiración que ella sentía por su padre, cuya bondad y espíritu de sacrificio ha heredado.

Pepi encontró colocación en otra institución comercial de Barcelona, los almacenes Jorba Preciados, donde despachaba en una concesión de “Glory” una marca de medias muy conocida entones. La hermana mayor, Tomy, estuvo un tiempo en Barcelona pero se volvió a Villanueva para casarse con el novio que había dejado en Villanueva, donde abrió un pequeño supermercado.

Los genes del comercio están en la familia. Antes de emigrar, Don José había regentado una pescadería en el mercado del pueblo y ese fue también su primer trabajo en Barcelona. Consiguió la concesión de una parada de pescado en el mercado de Fabra y Puig. Como era tradicional, Maruja nunca trabajó. Ella era ama de casa, un trabajo en sí mismo que su trastorno mental convirtió en un calvario a tiempo completo.

Era muy coqueta. Le gustaba ir muy puesta, maquillada y con el pelo siempre de peluquería. A las once de la mañana, pintadita y arreglada, se pasaba por el mercado a comprar lo que necesitara para las comidas y ayudaba un poco a su marido, pero poco rato, pues enseguida se agobiaba.

Conmigo siempre fue muy cariñosa y nunca noté nada anormal en ella, aunque sí es verdad que se echaba largas siestas y pasaba horas sin salir de la habitación. Pepi la recuerda así también, siempre enferma. Según los informes psiquiátricos, enfermó al nacer Roge, a los veinticinco años. Sufría depresiones y altibajos emocionales, una enfermedad que se empieza a manifestar a esa edad más o menos. Antes de casarse, un médico de “los nervios” le había pronosticado que no serviría para ser madre de familia, por más empeño que le echara. Terminó teniendo cuatro hijos, pero no porque ella así lo deseara, sino por su marido y por la presión social.

Pepi recuerda también que, cuando ella tenía cinco años y José Miguel estaba recién nacido, su madre les dejó solos para irse un tiempo con su hermana en Calatayud. El médico le había recomendado cambiar de aires. Seguramente su incipiente enfermedad se vio agravada por una depresión postparto, algo que entonces todavía no se había inventado.

Miguel, desgraciadamente, heredó ese mal de la madre y, más o menos a esa edad de 22 años, fue cuando empezó a manifestar síntomas de su desequilibrio. Hasta entonces yo no recuerdo que sufriera nada fuera de lo corriente. Se quejaba de que sus padres no le entendían y de que se encontraba mal en su casa, pero eso es algo normal en todos los adolescentes. Hablábamos a menudo de ello, igual que hablábamos de tantas otras cosas y continuaríamos haciéndolo hasta el final de sus días.

Nuestra amistad se cimentó dando vueltas concéntricas a lo largo de los años, como las sondas espaciales que giran alrededor de algún planeta antes de obtener impulso y lanzarse más allá . Empezamos girando alrededor de la manzana, luego por el barrio en el que vivíamos, después por Barcelona entera, en un movimiento centrífugo que nos alejaba cada vez más de lo familiar hacia  a otras culturas en diversas ciudades europeas. Charlábamos durante horas de cualquier cosa que se nos ocurriera, devorando bolsas de pipas. También íbamos a patinar sobre ruedas a la plaza de la Sagrada Familia, o al Skating Club, una pista de hielo que había en la calle Roger de Flor. Nos moldeábamos a imagen de Holden Caulfield, el protagonista de El Guardián entre el Centeno, una novela que ejerció una gran influencia sobre nosotros. Como él, nosotros éramos avanzados, precoces e insatisfechos con el mundo. Nos sentíamos muy diferentes de nuestros compañeros de clase y del mundo en general.

Cuando teníamos doce o trece años, íbamos regularmente a la Biblioteca Central de Barcelona, en el centro de la ciudad, cerca de las Ramblas y pasábamos horas hurgando en los estantes. Nos encantaban los Beatles, cuyas canciones sabíamos de memoria, pero pronto pasamos a escuchar músicas más innovadoras y experimentales.

La primera vez que José Miguel me habló seriamente de sus problemas mentales fue a raíz de unas “pen-friends” que nos habíamos echado, yo con una chica de Saint Ives, en Cornualles, y él con una francesa de provincias que le escribía largas cartas contándole lo deprimida que estaba y lo incomprendida que se sentía.

Pero ya digo que eso era algo que nos parecía normal entonces. Nos habíamos emocionado mil veces con el “She´s leaving home” de los Beatles y habíamos leído “Pregúntale a Alicia”, un best Seller de la época sobre una chica que se escapa de casa. Más adelante, ya en el instituto, José Miguel se hizo íntimo de Beth, que era hija de un jefe de policía y tenía tendencias suicidas por las que José Miguel sentía a la vez compasión e insana fascinación. Miguel hizo una gran amistad con ella. Los dos debieron de sentirse atraídos por ese carácter atormentado que compartían aunque, a diferencia de Beth, y a pesar de la enfermedad materna, Miguel nunca fue un niño abandonado. Al contrario, siendo el más pequeño y el único varón, fue el mimado de la casa. Su habitación era la más grande, mientras que las dos hermanas compartían un cuarto pequeño en el que había unas literas.  La razón es que todos esperaban que estudiara y pensaban que era importante que tuviera su propio espacio.

Cada verano, la familia se iba a Extremadura a pasar dos meses de vacaciones. En el último año de la EGB, a la edad de 13 o 14 años, a Miguel le sucedieron allí un par de eventos cruciales: el descubrimiento de la sexualidad y su encuentro con los “hippies” del pueblo, con los que enseguida conectó.

Con un entusiasmo muy característico suyo, tal vez un poco desmedido, quiso abandonarlo todo e irse a vivir a una comuna en un pueblo llamado Burguillos. Tenía solo catorce años y, siendo menor de edad todavía, evidentemente sus padres le obligaron a volver a Barcelona en septiembre y matricularse en el instituto. Hizo los papeles de ingreso tarde y por eso terminó estudiando en Les Corts, un barrio en la otra punta de Barcelona.

Pero la semilla de la rebeldía estaba germinando rápidamente y la disciplina estudiantil no le motivó. Repitió curso varias veces y finalmente fue expulsado y obligado a matricularse en clases nocturnas en otro instituto, el San José de Calasanz. También allí encontró enseguida amigos imbuidos en el ambiente “progre” y alternativo que entonces animaba a los espíritus inquietos y rebeldes. En la Barcelona de la segunda mitad de los setenta del siglo pasado se había creado una estética que era toda una ética: perfumes de pachuli y pañuelos indios, pelo largo e ideas avanzadas; algo que José Miguel abrazó con exagerado entusiasmo, viviéndolo como una salvación frente a una infelicidad que germinaba dentro de él con la misma fuerza que su espíritu rebelde y libertario. Detrás de aquel inconformismo juvenil acechaba la incipiente bipolaridad que iba a atormentarle lo largo de los años.

Aunque Miguel vivió una vida abiertamente homosexual desde bien pronto, no salió del armario con su familia hasta 1991, el año en el que le diagnosticaron con el virus del VIH en Londres. Para entonces llevaba ya tres o cuatro años viviendo allí. Antes, no se lo dijo ni siquiera a sus hermanas y Roge y Pepi se muestran comprensiblemente dolidas por esa falta de confianza en ellas.

Cuando les vino con el tremendo “problema”, como lo llama Roge eufemísticamente, lo acogieron con todo el cariño. En ningún momento se le rechazó. Ni siquiera la que podría ser más radical de las tres hermanas, la Tomy del pueblo, que es muy religiosa y tiene una tendencia más conservadora. Como en muchas familias españolas, los lazos de cariño están por encima de cualquier ideología. En esto Miguel tuvo siempre una gran suerte en comparación con otros jóvenes homosexuales de antes y de ahora. Sus hermanas tienen un corazón de oro.

¿Por qué pues ese silencio suyo? Las razones pueden ser múltiples, desde el miedo al rechazo hasta una rebeldía contra el hecho mismo de tener que “afirmarse”, algo que en sí mismo supone una violencia contra el curso natural de las cosas, que es un proceso y no una serie de momentos decisivos, igual que la historia es una acumulación de causas y efectos y no una lista de hechos destacados efectuados por personas importantes.

Salir del armario es, ante todo, un hecho declarativo, una definición y, por tanto, una limitación. Va contra la fluidez esencial del ser humano, y, si algo era Miguel, era fluido y poco amigo de rigideces y cortapisas a priori.  Su mundo era la noche y los gatos pardos. Era muy sensual y tenía un gran apetito sexual. Aunque su tendencia dominante fuera homosexual, nunca renunció a tener relaciones con mujeres.

Pepi recuerda a Mariana, una novia finlandesa que tuvo, una modelo guapísima de la que se enamoró perdidamente. Más adelante, ya el año antes de su muerte, le pidió en matrimonio a nuestra amiga Eulalia. Nunca quiso tener una identidad muy definida. Para él, el amor era el amor y el sexo el sexo. Podía tener relaciones con chicos o chicas. En eso, como en tantas otras cosas, vivió muy por delante de su tiempo. Se hubiera encontrado a gusto con las nuevas generaciones que hoy se proclaman “no binarias”.

Salir del armario es también un rito de iniciación, no muy diferente de aquella primera comunión contra la que Roge se rebeló. José Miguel se negó a encasillarse con la misma furia con la que ella se negó a que la pasearan por el pueblo como una mercancía. El mero hecho de tener que “declararse”, supone un poco pedir excusas, aceptar las reglas de juego, y él siempre jugó de acuerdo con sus propias reglas.

Esa declaración de la homosexualidad significa hablar de sexo en la mesa familiar, y eso es un tabú que continúa resultando incómodo. En última instancia, se trata de una decisión que cada uno debe tomar con entera libertad. Hay que dar tiempo a la gente. No es algo que deba presionarse, pues las consecuencias pueden ser tanto liberadoras como opresivas.  La reticencia que Miguel tuviera a hablar de ello con sus padres era perfectamente comprensible, e incluso con sus hermanas, que se habían casado jóvenes y vivían su vida, inmersas en la crianza de sus hijos y sus propios problemas. No quería molestar.

En cualquier caso, el armario en el que estaba Miguel era de cristal, pues a nadie con un mínimo de perspicacia podía pasarle desapercibida la pluma que tenía y con la que él se encontró siempre la mar de a gusto. Vivió su homosexualidad como algo gozoso, sin ningún trauma. Era un secreto a voces, aceptado a pesar de no haber sido verbalizado.

Al menos eso creía él, hasta que un día su padre hizo lo que no debiera haber hecho nunca, ponerle la mano encima, algo de lo que sin duda se arrepintió, pues provocó que Miguel tomara una decisión dramática y dolorosa para todos:  escaparse de casa sin avisar a nadie, como en aquel libro y aquella canción de los Beatles que tantas veces habíamos escuchado en su cuarto.

 

 

Tenía dieciocho años y ya era mayor de edad. Aquel día, como de costumbre, Miguel había estado sisando el whisky o el ron que su padre guardaba en el mueble bar, un clásico de aquellos años. Se preparaba para salir de noche y su padre le afeó la manera en la que iba vestido y el maquillaje que llevaba. “Los hombres no se visten así”, le dijo, o algo similar. Inevitablemente, discutieron. José Miguel, ya bebido, le contestó de malas maneras, como aquella impertinencia merecía. Don José, afrentado, le pegó una bofetada.

Grave y condenable como es cualquier acto violento, se trató de una reacción desgraciadamente bastante habitual en la España en la que Don José había crecido, un país acostumbrado a la brutalidad como forma de imponer un orden despótico. Las cárceles estaban llenas de opositores y las cunetas de cadáveres. La voluntad del padre era una extensión de la voluntad política del “caudillo” y la violencia estaba perfectamente justificada por la crueldad del sistema político impuesto tras la victoria fascista en la Guerra civil. Era perfectamente normal que en el colegio, los profesores te pegaran una bofetada por menos de nada. La letra con sangre entra, se decía, y quien bien te quiere te hará llorar. El mundo ha cambiado mucho.

Don José no era una persona violenta y debió de sentirse avergonzado por haberse dejado llevar por ese instinto brutal. Probablemente le hubiera pedido perdón después, pero José Miguel no le dio oportunidad. Al día siguiente metió cuatro cosas en una bolsa de viaje, se despidió en el trabajo, se reunió con un medio novio que tenía entonces, Zoilo, y sin pensárselo más los dos cogieron un autobús barato rumbo a Madrid.

Miguel no tenía ningún contacto allí, aparte de los primos de Alcobendas, así que yo le di el teléfono de mi amigo Manolo, a quien yo había conocido hacía poco, para que le echara un cable en la capital. Fue él quien le buscó alojamiento temporal en casa de Elena y Chus, unos amigos suyos que vivían en una corrala típica madrileña cerca de la iglesia de San Francisco el Grande, en las Vistillas.

Roge y Pepi no supieron nunca la razón por la que Miguel tomó esa intempestiva decisión. Para ellas, mujeres resistentes y acostumbradas a acomodarse a los límites que la vida inevitablemente nos impone, era algo incomprensible pues, lejos de haber sido maltratado, José Miguel siempre había sido protegido, por ser el más pequeño y el único varón de la familia. Su rebelión les parecía exagerada. Cuando luego les vino con el problema del VIH, concuerdan las dos hermanas, lo que hicieron fue darle apoyo emocional y dinero para que no le faltara nada. Nunca estuvo desamparado.

Pero en 1982, con su mayoría de edad recién cumplida y toda la fuerza de su juventud, aquella bofetada paterna actuó como acicate para dejar el nido y salir a buscarse la vida que él deseaba, libre de ataduras y lastres del pasado. Fue un rito de iniciación, como salir del armario o hacer la primera comunión. A veces las cosas se precipitan sin que nadie pueda controlarlas y esa escapada intempestiva fue una de ellas.

Pepi y Roge guardan silencio. Ellas no sabían, claro. Pepi dice que ella no recuerda que su padre expresara ninguna hostilidad hacia la homosexualidad de Miguel, si acaso quizás Maruja, que ya estaba enferma y podía comportarse de forma errática debido a sus quimeras mentales. Poco importa ya lo que sucediera entonces. Probablemente fue una mezcla de factores lo que causó esa acción que tanto dolor trajo a la familia: la opresión del ambiente franquista, el alcohol, la decepción del padre y, por supuesto, José Miguel mismo, con sus miedos, sus deseos y ese trastorno bipolar que empezaba ya a manifestársele.

En Madrid, pasó un año entregado a un placentero descubrimiento del mundo y de sí mismo. Creo que no trabajó más que en alguna cosa esporádica, viviendo de los ahorros que tuviera. En aquellos tiempos no costaba tanto vivir en España y Miguel sabía cómo hacerse querer para que lo invitaran a copas en los bares y lo dejaran entrar en las discotecas de moda sin pagar entrada. Además, él siempre fue frugal y ahorrador. No era una persona consumista ni atada a las cosas materiales.

Se zambulló de cabeza en aquello que luego se llamó la “movida madrileña”, una agitación cultural que tuvo lugar en la capital por esos años, una especie de renacimiento tras la muerte del dictador, Francisco Franco, en 1975. Madrid tomó el relevo de Barcelona como capital del hedonismo y de aquello que se dio en llamar la contra-cultura. José Miguel siempre supo estar en sincronía con el zeitgeist, el espíritu de los tiempos. En el verano del 82, cuando fui yo a pasar un fin de semana allí, visitando a Manolo, me lo encontré exultante, inmerso en la energía a la vez creativa y destructiva que había entonces en la ciudad.

Ya antes de su escapada madrileña, José Miguel había sido absorbido por la fuerza gravitacional de “la noche”, todo un concepto entonces y casi una mística, “la noche pertenece a los amantes”, cantaba Patti Smith, que era un icono generacional. José Miguel halló refugio en ella contra la realidad gris de la vida convencional. En ese mundo de luz y de sombras se mezclaban ganadores y perdedores, ricos y pobres: los que se negaban a sentar la cabeza y los que se declaraban en rebeldía y buscaban en esas noches vesánicas escapar del yugo de la existencia burguesa, tan tóxica y narcotizada como la vida bohemia, y mucho menos divertida a los ojos de aquella generación de buscadores de perlas en las aguas procelosas de la noche.

Roge y Pepi, me escuchan con una mezcla de tristeza y admiración, a la vez deslumbradas y apenadas por la vitalidad embriagadora que arrastró a su hermano a partir de aquel verano de 1977 en el que le obligaron a regresar a Barcelona. Desde entonces y hasta su muerte en 2004, su vida fue un revuelo de hojas de calendario, con sus imágenes y sus fechas señaladas; su santoral laico y sus días negros, una sucesión de recuerdos y anhelos, un arco iris de números de ruleta de la suerte y cielos de nubosidad variable.

De la fiebre “progre” pasó al “punk”, del deseo de una sana vida en una comuna rural a la sofisticación urbana; de Villanueva de la Serena a Londres pasando por Madrid y Barcelona, de allí a Frankfurt e Ibiza. Salir de noche se convirtió en un acto de resistencia. Se emulaba el Nueva York warholiano, el Studio 54. La noche de entonces era un espacio a la vez atractivo y peligroso, lleno de una fauna y flora colorida y exótica. En ciertos bares y discotecas se juntaba la alta cuna con la baja cama: niños de papá y de mamá jugando a poetas malditos, tomando tripis, mescalinas y perdiéndose en los sombríos y devastadores despeñaderos de la heroína. Roge y Pepi tienen razón en sentir esa punzada de recelo retrospectivo. Muchos fueron quienes se perdieron en ese laberinto, estrellándose contra un muro de contradicciones.

Pero fue en ese ambiente bohemio donde Miguel encontró “su gente”, una familia que él creía más afín que la suya, un vórtice en el que se reconciliaban  las más irreconciliables contradicciones. El mundo del franquismo y los deseos de sus padres chocaban con esa geografía desconocida, una Terra Australis incógnita en la que José Miguel se adentró como los conquistadores en las junglas amazónicas, sin mapa ni brújula, con ese afán de buscador de perlas.

Como un vampiro, vivió inmerso en esas profundidades. Pasaba los fines de semana de fiesta en fiesta, de bar en bar y de cama en cama, buscando tesoros sin mapa. Las fiestas duraban días que eran un tiempo sin tiempo, la noche siempre duraba toda una eternidad. Iba siempre maquillado y vestido con extravagancia, andrógino. Le encantaba disfrazarse, transformarse y no estaba dispuesto a terminar aferrado al fetichismo de una vieja trompeta. El choque con su padre, que no entendía esa insatisfacción juvenil, había sido inevitable.

 

 

 

En Barcelona, su familia andaba comprensiblemente preocupada por él. El marido de Roge, del cual ahora está separada, fue quien tomó las riendas de aquel episodio. Me contactaron a mí primero para sonsacarme noticias. Roge me recrimina no haberles dicho yo nada hasta entonces pero ¿cómo iba yo a decir nada, siendo él mi mejor amigo y habiéndome hecho jurar que no traicionaría su paradero? Bastante es que les di el teléfono de mi amigo Manolo como contacto, poniéndolo al pobre en un brete.

Me dijeron que habían ido a indagar al Metropol, aquel bar en el Pasaje Domingo, justo detrás del “Drugstore” de Paseo de Gracia, un lugar que ya no existe y que entonces estaba abierto veinticuatro horas, atrayendo a un público variopinto y canalla. La gente iba allí a comer algo a deshoras o a tomarse una última copa o a comprar algo, pues era un pequeño mercadillo, además de bar y restaurante. Era también el sitio de reunión de los chaperos, lo cual debió de hacer sonar todas las alarmas en la familia, imaginándose el Metropol como un antro de vicio y perdición, lo cual era verdad y no lo era.

Metropol se había convertido en un templo de la “jeunesse doré”, punto de encuentro de un público variopinto y extravagante, con ciertas aspiraciones artísticas, decadente, rebelde, promiscuo, irresponsable, escandaloso y glamoroso. Los asiduos iban allí a partir de la una de la madrugada, nunca antes. Pertenecían principalmente a una generación demasiado joven para haber luchado contra Franco. Muchos eran hijos de familias que habían participado activamente en el régimen o que se habían beneficiado directa o indirectamente de él; otros eran como José Miguel hijos de la sufrida clase media, recién llegados a un sueldo más o menos digno, y que esperaban que sus hijos afianzaran ese escalón social prosperando como funcionarios, trabajadores de banca, profesores de instituto o, mejor aún, alguna profesión liberal bien pagada, como médico o abogado, las cosas de siempre. Con más o menos dinero o alcurnia, todos los clientes del Metropol eran hijos de gente como Don José, que tuvo que acomodarse y renunciar a sus ilusiones de trompetista. Metropol era un paraíso artificial al que se iba a olvidar todo eso.

La pobre Maruja, desesperada por dar con su hijo fugado y salvarlo de los infiernos de depravación que ella imaginaba, amenazó con mandar a ese templo de la juventud desganada nada menos que a Encarna Sánchez, “Encarna de Noche”, una mujer de lengua ríspida, pionera del populismo radiofónico español. Era la reina de otro tipo de noche muy diferente a la del Metropol: la de los taxistas y las amas de casa frustradas e insomnes, otro tipo de infierno.

Encarna Sánchez gozaba entonces de gran prestigio e influencia. Sus programas marcaron una época y un estilo, debido a su popularidad y audiencia. Abría los micrófonos a los ciudadanos en la madrugada para hacer un espacio de tono mesiánico en el que buscaba siempre el efectismo, el desgarro, las confesiones a corazón abierto y las miserias humanas. Hurgaba en las heridas de la pobre gente que sufría todo tipo de penas, mezclando cotilleos, chismes y rifirrafes entre celebridades para mayor gloria de su ego y su cuenta corriente. Menospreciaba a todo el que no comulgara con sus formas imperiosas y chantajistas. Era una mujer de talante amargo, seguramente lesbiana reprimida, y esa represión la arrastraba a aquel periodismo sentimentaloide y manipulador, el revés perfecto de los clientes de Metropol, con sus cócteles y sus fantasías.  Encarna era el Andy Warhol de los oyentes insomnes, la Virgen de Guadalupe a la que acudían quienes se hallaban enjaulados en la ignorancia y la mediocridad, enfrentados al vacío existencial de la noche.

Naturalmente, les di el teléfono de Manolo y dejé que la familia encontrara la manera de dirimir sus asuntos. Era injusto que José Miguel nos pusiera en ese trance a todos: a Manolo, a mí y a la gente que frecuentaba el Metropol.

Pero nunca hubo hostilidad ni intención de hacer daño en aquella familia, solo malentendidos y falta de comunicación por todas las partes. Al cabo de un año, cuando se le acabaron los ahorros, José Miguel volvió a Barcelona.  Para entonces las aguas ya se habían calmado pero él quiso seguir su vida independiente. Al principio fue a vivir con una tal Fifi, que era profesora de arte en un instituto, si no recuerdo mal, y vivía en la calle Gerona. No obstante, al final no le quedó otro remedio que regresar a casa de sus padres.

Un día, quizás bebido, tomó prestada la Vespa de un amigo, sin tener carné para ello, perdió el control y la estrelló contra un árbol, dejándola totalmente destrozada. El dueño le pidió el coste de la reparación, que era un dineral y, como había agotado sus reservas en el dolce far niente madrileño, tuvo que acudir a Roge con la cabeza gacha y la cola entre las piernas.

Fue el marido de Roge el que terminó prestándole las doscientas mil pesetas que necesitaba. A pesar de esa generosidad suya, la relación siguió siendo fría. El cuñado nunca se creyó la historia del accidente, y Miguel se sintió muy dolido por ello. Era una persona honesta y nunca hubiera mentido para conseguir dinero.  Ese choque enfrió un poco las relaciones entre ellos e hizo que él fuera poco a casa de Roge hasta que ella se separara finalmente de su marido muchos años después.

Al poco, fue llamado a hacer el servicio militar obligatorio y lo destinaron precisamente a Madrid. Duró poco. La disciplina militar no iba con él. En cada permiso que le daban retomaba su estilo de vida acostumbrado: el frenesí de bailes y ginebra con Coca Cola; las nocturnas exaltaciones seguidas de resacas de órdago, todo ello obviamente incompatible con una disciplina militar que se estrellaba contra su espíritu libertario. Se dormía en las guardias, los compañeros le robaban el fusil para gastarle esas bromas pesadas y crueles que se gastan los hombres en ese ambiente claustrofóbico.

Tenía veintiuno o veintidós años ya, la edad en la que empiezan a agudizársele los episodios maniacodepresivos. El servicio militar, lejos de “hacerle un hombre” o ser una oportunidad para “sentar la cabeza”, como piensan algunos, fue para él una absoluta pérdida de tiempo.  Pasó tres meses entrando y saliendo del calabozo, en una espiral de abulia y exaltación. Hasta que fue finalmente expulsado del ejército tras un informe psiquiátrico en el que lo calificaron de no apto por salud mental.

Don José murió entonces de un cáncer fulminante y Miguel volvió con su madre. También retomó su trabajo como camarero en el hotel, donde era muy apreciado. En los siguientes años, madre e hijo establecieron una relación cariñosa pero compleja, debido a aquellos trastornos que gobernaban su estado de ánimo respectivo.

Roge y Pepi, con sus niñas, sus casas y sus trabajos, apenas tenían tiempo para pensar en otra cosa. Se veían poco, como suele ocurrir siempre en la vida familiar en esos periodos de crianza de niños, que absorben todas las energías. Recibían noticias a través de Maruja, quejándose siempre de que era muy trasnochador, que le gustaba demasiado la noche, que se atiborraba de ginebra antes de salir, que no quería estudiar ni hacer nada.

Las dos se habían casado muy jóvenes, con 19 años ya no estaban en casa de sus padres. Pepi se casó en el 78 y Roge en el 76, a los 25, cuando Miguel tenía 12 y 14 años. Ninguna de las dos supo mucho de la vida de José Miguel en ese tiempo, aparte de los informes sesgados que recibían de Maruja, pues lo cierto es que, aparte de salir a divertirse, Miguel trabajaba mucho. Hacía turnos muy largos, aunque concentrados en cuatro días semanales, lo que le permitía salir de noche, vestirse, maquillarse y experimentar con su aspecto, tiñéndose el pelo y haciéndose su propia ropa, desarrollando el carácter habilidoso que había heredado de Don José.

Pasó de querer irse a vivir al campo en busca de la paz y la harmonía de la naturaleza a sumergirse de lleno en esa artificialidad de disfraces y máscaras, de sofisticación y ocultación de lo natural. Podría haber sido un excelente profesional en cualquier labor artística, pero su enfermedad bipolar, que iba agudizándose con el tiempo, le impedía dedicarse a nada con la debida concentración. Poco a poco, se fue estableciendo un patrón de comportamiento: en los inviernos se volvía abúlico mientras que en los veranos se sumergía en una fiesta perpetua en Ibiza o en Londres. Lo que quería era el amor, vestirse y seducir, ser creativo. Tendría que haber ido a la escuela de arte donde quizás hubiera aprendido a canalizar su enorme y desordenada creatividad.

Pepi y Roge me escuchan todo esto con interés y simpatía, así como cierta tristeza. Les hubiera gustado hacer más, saber más. Ahora todo parece demasiado tarde. No sabían por qué Miguel se había escapado de casa aquel día, la bofetada de aquella noche. Lo supieron a través de sus hijas, que a su vez lo supieron por mí.

Raquel recuerda el incienso en la habitación, algo que le intrigaba de su tío: “Tú lo veías como un bicho raro al tito”, le dice a Roge.

Nadie responde. Un ángel cruza el aire. Todos quisiéramos poder haber hecho más, tenerle hoy con nosotros pero esto es todo lo que podemos hacer, que es mucho: revivirlo en nuestra conversación, hablar y juntar nuestras memorias e imágenes en un ambiente de amor, que es todo lo que ha quedado de todos ellos: de don José, de Maruja, de José Miguel. Nuestro amor por él -su amor por nosotros- nos une como una tela de araña, un amor más potente que el dolor del pasado e incluso que el dolor de la ausencia.

 

Un día de boda

Las fotografías que dan pie a esta historia las hizo Patrick Forman el día de la boda de su hermano Denis en 1948. Patrick era un fotógrafo entusiasta y, al morir en 2014, dejó un archivo de imágenes que su viuda, Sarah Forman, me invitó a ver por si me inspiraran a escribir una historia a partir de ellas. Con la ayuda de Sarah y algunas investigaciones propias, he tratado de evocar esos tiempos y reconstruir la historia de ese día y de los dos contrayentes, Denis y Helen.

Las fotografías de Patrick nos permiten asomarnos a un tiempo y un lugar desaparecidos, la posguerra en Gran Bretaña, un tiempo a la vez de triunfo y de gran angustia nacional. Aunque muestran momentos privados, tienen un interés público, pues presentan la intersección entre la Historia con “H” mayúscula y la historia con hache minúscula, la de aquellos que son personajes secundarios en el gran teatro del mundo.

Son documentos de un evento privado que hubiera pasado desapercibido al resto de la humanidad de no haber estado ahí Patrick con su cámara y su manera de mirar. Sus imágenes son especiales porque comprenden el poder que tiene la fotografía para detener el flujo del tiempo, congelando la vida en un punto específico, el “momento decisivo”, como lo describió el famoso fotógrafo francés Henri Cartier Bresson.

Lo que tenemos aquí es una situación ordinaria, una boda, desglosada en una serie de esos momentos cuya “decisión” no proviene de su importancia como puntos culminantes de una narrativa o incluso de una elección consciente de Patrick, sino del hecho mismo de haber sido así atrapados. Parece como si hubieran sido tomados al azar, pero Patrick sabía muy bien lo que estaba haciendo y el efecto que quería lograr. Esa conciencia artística hace que las imágenes sean interesantes. Son documentos que destacan y preservan un momento en el fluir de la vida, el fluir del tiempo. Lo que tenemos en ellas es un evento habitual en cualquier familia: una boda, pero también un momento único e irrepetible. La vida es así, a la vez siempre igual y diferente cada vez.

Los Forman eran ricos, una condición que puede plantear objeciones a mi descripción de ellos como representantes de “cualquier familia”, pero todos somos a la vez ordinarios y extraordinarios a nuestra propia manera. Bien podemos decir quizás que los Forman eran una familia adinerada inglesa igual que otras semejantes en ese año de 1948.

Dejaré deliberadamente para más adelante lo que ahora sé sobre los antecedentes de la familia y sobre Helen y Denis.  Por el momento, comenzaré la historia simplemente analizando las imágenes que nos han llegado, mirándolas de cerca y dejándolas hablar por sí mismas. Nuestro trabajo, el mío y el tuyo, lector, será el de un detective en busca de pistas para reconstruir un evento, ese día de boda de 1948, y ver hasta dónde podemos llegar en la recreación del contexto social, emocional, político y económico en el que tuvo lugar tan solo leyendo los signos que nos envían las fotos que tomó Patrick.

Lo primero que destaca es la seguridad que muestra la pareja y lo atractivos que son ambos. Es evidente que son personas a las que se les ha inculcado una gran autoestima desde bien niños. Aunque de buena calidad, su ropa no es llamativa para los estándares de hoy en ese tipo de evento. La serenidad que desprenden es producto de lo que solía llamarse “buena crianza”, como en las novelas de Jane Austen. Denis y Helen son el epítome de la finura y los buenos modales, algo que no se puede improvisar, pues es el resultado de generaciones.

Se les nota cómodos en su propia piel y a gusto en el mundo. No hay ni un solo signo de incomodidad en su lenguaje corporal. Son conscientes de que los ojos de los invitados están puestos en ellos, así como la cámara de Patrick, pero mantienen una perfecta naturalidad. Para quien tuvo una buena crianza, saberse observado nunca produce incomodidad.

En ningún momento juegan el papel de pareja romántica de cuento de hadas que hoy se espera de cualquier “feliz pareja” el día de su boda. La ceremonia de matrimonio de Helen y Denis es en gran medida producto de las austeridades que la guerra había impuesto a la nación. Algunos años más tarde, ya en la década de los cincuenta, habrá un intento de vuelta atrás hacia el viejo encanto del mundo aristocrático y sus viejas certezas de clase. Christian Dior en Francia difundirá su “New Look”, un correlato en el mundo de la indumentaria de esa nostalgia y esa llamada al orden que pretendía restaurar las jerarquías sociales despiadadamente aniquiladas por los cinco largos años de conflicto. Pero, como el intento anglo-francés de recuperar su poder colonial en Suez, iba a resultar fallido. Los tiempos habían cambiado y se respiraba un ambiente más igualitario e informal.

La guerra había terminado tres años antes, pero sus rigores estaban aún muy presentes. La victoria no había traído mucho júbilo a Gran Bretaña más allá del primer estallido después de la rendición alemana en mayo de 1945. La India se había independizado en 1947 y con su pérdida, todo un mundo se había desvanecido. Britannia ya no gobernaba las olas y el poderoso Imperio se iría perdiendo poco a poco en los próximos veinte años, dejando solo una nostalgia melancólica por los viejos tiempos.

Europa había sufrido un gran golpe y el otrora orgulloso continente también había sido rebajado y cortado a su justa medida. Solo el advenimiento de la CEE, los orígenes de la actual UE, ofrecería más tarde a los europeos alguna esperanza de mantener un papel significativo en el concierto de las naciones que resultó de la guerra, donde los Estados Unidos y la Unión Soviética habían ocupado su lugar.

Helen y Denis proyectan un aire de absoluta aceptación de ese nuevo orden. Su boda fue claramente un evento a escala reducida: tan solo un puñado de familiares y amigos escogidos. Brillan por su ausencia la pompa y el boato habitual hoy en día en esas ocasiones. No hay una gran entrada en la iglesia, recorriendo el pasillo central al ritmo de la marcha nupcial. De hecho, no hay ningún servicio religioso, a pesar de que el padre de Denis era un reverendo ministro de la Iglesia Unitaria Escocesa. En cambio, vemos que la pareja recibe una lluvia de confeti al salir de un edificio de aspecto modesto, la oficina de registro civil.

Hay un aire contemporáneo que proviene en parte del estilo fotográfico de Patrick, quien tomó las fotos cámara en mano, posiblemente con una de las pequeñas Leicas que habían revolucionado el fotoperiodismo en los años previos a la guerra, permitiendo un estilo más naturalista. No hay poses formales. A Patrick le gustaba capturar la vida en toda su espontaneidad.

Pero esa modernidad también viene dada por la actitud relajada de los novios, que presentan un aire desenfadado más acorde con la época contemporánea. Denis y Helen se casaron a su gusto, sin concesiones a la tradición y abrazando por completo la mayor informalidad social producto de la guerra. Helen lleva un sencillo vestido de flores y un modesto sombrero de paja, huyendo de cualquier extravagancia. Nada más lejos de su deseo que el edulcorado estilo “reina por un día” de otras novias. Más tarde, se cambió a un traje chaqueta que recuerda los uniformes que usaban las mujeres durante la guerra. La propia futura reina Isabel es un ejemplo de ello. Fue la primera mujer miembro de la Familia Real Británica que estuvo en servicio activo en las Fuerzas Armadas. Al declararse la guerra, se unió al Servicio Territorial Auxiliar y se dejó fotografiar ataviada con un peto militar absorta en la reparación del motor de un camión, un trabajo tradicionalmente masculino. Pero la guerra había borrado los estrictos roles de género. El corte un tanto hombruno del traje sastre que lleva Helen es el mismo de la argentina Evita Perón, cuyos trajes a medida eran el atuendo de una mujer que ya no se resignaba a asumir un papel ornamental y estaba dispuesta a mirar a los hombres cara a cara.

Los recién casados sabían que los tiempos habían cambiado drásticamente y no sentían nostalgia alguna por lo que el vendaval de la guerra se había llevado consigo.  Al contrario, abrazaron con gran entusiasmo ese ambiente menos formal, más democrático e igualitario, dispuestos a ocupar su lugar en la nueva sociedad y a trabajar duro para reconstruir el país.

 

Las fotografías de Patrick nos presentan una vívida galería de personajes alrededor de la brillante pareja. En su mayoría eran hombres y mujeres jóvenes, todos de clase alta, con la sonrisa dibujada en el rostro en todo momento, listos para disfrutar del día especial. Visten de manera elegante, pero no lujosa. Los hombres lucen apuestos trajes con una flor en el ojal y van todos con la cabeza descubierta, dejando ver el cabello liso, peinado con una raya impecable, mientras las damas llevan vestidos de verano y cortes modernos bajo sus sencillos sombreros. El tono general de elegancia sin esfuerzo y sin estridencias encaja perfectamente con la austeridad de los tiempos.

Las imágenes captaron bien ese estado de ánimo. Todo el mundo era delgado, como si mostraran signos de las privaciones sufridas tanto por ricos como por pobres durante la guerra, cuando la comida estaba estrictamente racionada. Pero todos destilaban garbo, confianza y alegría de vivir. Los padres de Denis también se muestran contentos y relajados. Patrick capturó al reverendo Adam Forman encendiendo su pipa mientras su esposa le sonreía amablemente. En la foto, tomada en el interior de la casa, se les ve totalmente ajenos a la cámara, desprevenidos. Un momento tranquilo y privado se ha convertido en uno decisivo al ser congelado de esa manera. Al fondo, borrosa, podemos ver la figura de una mujer que podría ser parte del servicio doméstico. Tanto el reverendo Adam como su esposa aparecen perfectamente felices, una pareja que había sobrevivido a los horrores de la guerra sin perder a ninguno de sus hijos. No es de extrañar que tuvieran ese aspecto complacido.

Después de la ceremonia en el registro civil, volvieron a la casa familiar, Dumcrieff House, para disfrutar de una comida nupcial que también parece frugal y relajada. Vemos a un grupo de personas mayores sentadas a la mesa, departiendo jovialmente. La cámara de Patrick lo capturó todo con su  habitual sigilo. Algunos de los invitados no parecen haberse dado cuenta de su presencia y continuaron con su charla, mientras que otros, alertados, tratan de adoptar una pose más formal, como la señora que sostiene una taza de café y nos mira sonriendo desde ese pasado lejano.

El café debía de ser un pequeño lujo en aquellos días, algo para saborear y disfrutar, y el azúcar era ciertamente difícil de conseguir. No hay pastel de bodas en las imágenes, tal vez debido a la aversión de Patrick por los posados formales, pero también es probable que Helen y Denis hubieran renunciado a esa tradición. Es bien sabido que, debido al racionamiento, muchas parejas recurrieron a presentar la clásica tarta hecha de cartulina y yeso, dentro de la cual escondían un dulce más pequeño y ordinario. Pero ese paripé difícilmente habría sido la elección de Denis y Helen.

Las clases altas de Gran Bretaña tuvieron que adaptarse a esos nuevos tiempos más demóticos. El esfuerzo de reconstrucción nacional impuso  sacrificios a todos. En las primeras elecciones después de la guerra, en 1945, los británicos votaron por un gobierno laborista, rechazando sorprendentemente a Winston Churchill, el héroe de guerra. En los tres años que llevaban en el poder, el nuevo gabinete había creado un servicio nacional de salud universal y gratuito para ofrecer atención a todos los ciudadanos; también había aprobado la Ley de Seguridad Social en 1946 para proporcionar prestaciones por enfermedad y desempleo a todos los adultos, así como pensiones de jubilación para los ancianos. Se puso en marcha un programa masivo de limpieza de los barrios marginales, derribando las viejas y sombrías viviendas, que fueron sustituidas por modernas casas municipales.

Aunque la era del Imperio había terminado y las ciudades estaban en ruinas,  las cosas estaban mejorando a pasos agigantados. Las nuevas instituciones financiadas con fondos públicos requerían gerentes y administradores, y Helen y Denis estaban listos para asumir esos roles. La mayoría de los jóvenes en las imágenes habrían sido desmovilizados recientemente y, aunque aparecen en actitud distendida, sabían la tarea gigantesca que tenían por delante, conscientes de que tendrían que adaptarse, trabajar duro y contribuir a forjar un mundo nuevo. Pronto serían llamados a Londres, Edimburgo, las provincias y lo que quedaba del antiguo Imperio para hacerse cargo de las cosas. Mientras tanto, como Churchill, las generaciones mayores tuvieron que aceptar que su tiempo había pasado y que debían dar un paso atrás y dejar que los jóvenes organizaran las cosas a su manera.

La celebración continuó a la mañana siguiente. Tras el desayuno, el grupo salió a caminar por las colinas alrededor de la casa. Moviéndose a la vez con libertad y discreción, la cámara de Patrick siguió buscando esos momentos decisivos que capturaran en una sola imagen la esencia del evento, es decir, la esencia de la vida. Hay una cualidad cinematográfica en su reportaje. Sus fotos aspiran a captar el movimiento en sí. Nadie está quieto, y esa movilidad refleja la evolución y el cambio que son el espíritu de los tiempos

La novia se había puesto ese traje sastre que, combinado con su sombrero de paja, le daba un aspecto a la vez informal y profesional. Las fotos que Patrick tomó esa mañana de relajación en los páramos son quizás su obra maestra. En ellas su mirada precisa atrapa perfectamente la informalidad de la ocasión. Vemos como el grupo comparte una botella de champán, pasándola de mano en mano y bebiendo directamente de ella de una manera muy poco distinguida, y muy poco apropiada para una dama. Helen sonríe a la cámara, consciente de su acto subversivo, feliz por verse libre del corsé de los viejos tiempos, lejos de las miradas indiscretas de los sirvientes, libre también de una trasnochada urbanidad que ella está decidida a transformar. Incluso lograron hacer que el viejo Adam Forman alzara el codo, el viejo reverendo de la Iglesia Unitaria.

Hay algo de antiguo ritual pagano, una ceremonia solo para los iniciados, el núcleo duro de un nuevo culto, como si Helen y Denis hubieran llevado a todos a una fiesta báquica, haciéndolos celebrar su matrimonio a su manera, un tanto desenfrenada, y jovialmente intoxicados de vida. Allí arriba, en las altas colinas, todos se muestran desinhibidos. Su goce es contagioso y nos llega muchos años después, como una potente carga simbólica, una representación de ese momento brillante de iluminación, una epifanía, una revelación, el momento decisivo. Patrick seguramente estuvo orgulloso de esas imágenes en las que supo encuadrar con ojo certero las expresiones que le ofrecían sus sujetos, y con perfecta intuición hizo clic con su cámara en el momento preciso, produciendo un espléndido tableau vivant.

Helen había prendido una ramita de brezo al broche que llevaba en la solapa. Quizás una ofrenda de Denis, pues las flores de brezo simbolizan la buena suerte, así como la independencia y la confianza en uno mismo. Crecen en lugares que son bastante difíciles para cualquier otra flor. De acuerdo con la tradición popular, se le entrega un ramo de brezo a alguien para expresarle la fe en su capacidad para manejar cualquier situación difícil que puedan encontrar en la vida. Tener brezo en casa o llevar un ramo es una manera de atraer la buena fortuna.

Y ciertamente el aire estaba lleno de buenas vibraciones ese día. Se siente como si una ventana se hubiera abierto de par en par, dejando entrar aire fresco en una habitación mal ventilada, trayendo el aroma de los páramos salvajes y ofreciendo a todos los participantes licencia para soñar. Hay felicidad y euforia en esa escena.  El triunfo del aire libre frente al mundo cerrado de la casa georgiana.

La pareja recién casada miraba hacia adelante, con optimismo y alegría. Su generación había pagado un alto precio en la guerra pero habían resultado triunfantes. No solo habían derrotado a los alemanes, sino a todo aquel viejo orden. Sabían que el futuro era de ellos y tenía prisa por salir a aprovechar las nuevas oportunidades. Entendían el profundo alcance de esa victoria y estaban listos para volar con ese espíritu de los tiempos, dejando atrás el pasado. Parecían muy enamorados, saboreando su propia liberación y las emocionantes posibilidades que se abrían ante ellos.

Habían dejado atrás no solo cinco largos e inciertos años de guerra, sino miles de años de restricciones sociales. Tenían el aspecto de un Prometeo recién desatado. Las formas liberadas de Denis y Helen prefiguran todo lo que estaba por venir: la nueva música y las nuevas formas de arte, los cambios culturales, las filosofías de Oriente, la liberación de la mujer y las revoluciones sexuales. Para ellos, el futuro era ahora.

 

Dumcrieff House es un personaje más en esta historia y el contrapunto perfecto al movimiento de esa vida humana que Patrick inmortalizó. En contraste con su fugacidad, la casa está quieta y fija. Es una verdadera “propiedad inmobiliaria”, literalmente aquello que no se puede mover ni transportar, lo que en inglés se llama “real estate”, un interesante concepto también, por la implicación de que todo lo demás es irreal.

Y bien podríamos decir que ese es el caso, porque Dumcrieff todavía está en el mismo lugar, sigue siendo real, pero sus antiguos ocupantes hace tiempo que dejaron de existir. Nuevos propietarios la habitan tal como antes lo hicieron otros. Los edificios suelen permanecen en su sitio mucho después de que sus habitantes se hayan ido. La casa sigue allí y bien puede estarlo durante cientos de años más, pero ya ha pasado mucho tiempo desde que el último Forman deambulara por sus habitaciones.

¿Quién, solo en una habitación de su casa, no se ha preguntado alguna vez por las personas que antes la habitaron, cómo vivían el espacio que ahora es nuestro y qué distribución de muebles tenían, y si fueron felices o miserables? Todos vivimos rodeados de fantasmas.

Efectivamente, a diferencia de la familia Forman, que se encontraba en un estado de perpetuo movimiento, la casa permanecía inamovible e inmóvil, como un escenario en el que los diferentes actores van y vienen, esforzándose por interpretar sus papeles lo mejor que pueden. El reverendo Adam Forman la había comprado después de la Primera Guerra Mundial y viviría en ella durante cincuenta y tres años, hasta su muerte a la edad de 103 años. Antes de él, había sido ocupada por los herederos de Lord Rollo y Elizabeth Rogerson,  nieta de un tal Dr. John Rogerson, que había construido la casa actual en 1806 según la moda arquitectónica de la época, ese neoclasicismo inspirado en Palladio que eventualmente se conocería como estilo georgiano. El edificio original estaba medio en ruinas cuando se lo compró a su amigo el Dr. James Currie, el biógrafo de Robert Burns, el poeta nacional escocés. El Dr. Rogerson se retiró a su Escocia natal después de pasar la mayor parte de su vida en San Petersburgo, donde había sido médico privado de Catalina la Grande, la emperatriz rusa. Le llevó casi veinte años construir la casa y, cuando por fin la ocupó, solo le quedaban tres años de vida.

Su anterior dueño, el Dr. Currie, la había comprado tras la muerte de un tal Coronel William Johnstone, quien a su vez la había alquilado durante muchos años a John Loudon MacAdam, famoso por haber inventado el asfalto en 1792. Se dice que el gran rodillo de piedra que utilizó para probar su invento todavía está en algún lugar de la propiedad, un testimonio mudo de cómo las personas y los eventos siempre dejan un rastro detrás de ellos.

Los jardines y el paisajismo habían sido plantados y diseñados por Sir John Clerk y su hijo en 1727. La casa original databa de 1684. Según todos los relatos, había sido una fortaleza lúgubre al estilo de las construcciones escocesas de la Edad del Hierro, los llamados “broch”. Eran tiempos de clanes belicosos y de castillos con finalidad defensiva, una necesidad y no un capricho o una moda. En 1482, el duque de Albany, hijo de Jacobo II de Escocia, le había concedido la posesión de la tierra a la familia Murray, y desde entonces se habían visto envueltos en una disputa con la familia Glendinng de la cercana localidad de Westerkirk.

Aquellas colinas donde Denis y Helen bebieron champagne de forma tan irreverente el día de su boda habían vivido muchas batallas antes. Muchos guerreros y poderosos terratenientes se habían convertido en fantasmas. Patrick tomó fotografías de las habitaciones vacías de Dumcrieff House con su objetividad habitual, sin mostrar emoción alguna en la presentación desapasionada de aquel caserón en el que se había criado. Sus imágenes recuerdan los interiores del artista danés Vilhelm Hammershøi, famoso por sus pinturas de habitaciones desprovistas de humanidad, espacios que provocan la pregunta de cómo se ven los lugares y los objetos cuando nosotros no estamos.

También pintó personas absortas en su cotidianeidad sin saber que están siendo observadas, igual que Patrick sorprendió a su madre, Flora Forman, de soltera Smith, arreglando las flores en un jarrón. Es una imagen extraña y algo inquietante. Al mirar, nos damos cuenta de que la habitación tiene una solidez de la que ella carece. Su indiferencia hacia la cámara de su hijo parece reflejar la de la habitación misma hacia ella.

 

 

Dumcrieff se encuentra en Craigielands, no lejos de Moffat, en el condado escocés de Dumfries y Galloway, que limita al sur con Cumbria, ya en Inglaterra. Como todas las regiones fronterizas, la zona solía ser un lugar sin ley. Durante muchos años, el robo de ganado fue una forma de vida para los clanes que controlaban esas tierras. Cerca hay un lugar llamado Devil’s Tub que lleva el nombre del lugar donde el clan Johnstone solía esconder sus reses robadas. Este pasado sin ley continuaría hasta bien entrado el siglo XVII, cuando la rivalidad entre los Glendinning y los Murray estuvo en pleno apogeo.

Paro cuando John Rogerstone regresó de San Petersburgo y construyó su retiro de estilo georgiano, las cosas se habían suavizado considerablemente. El doctor Rogerstone había pasado la mayor parte de su vida en Rusia, asegurándose de que los amantes de Catalina la Grande estuvieran libres de enfermedades venéreas. La salud cobraba cada vez más importancia en un mundo más o menos pacificado, y pronto sería una fuente de fortuna para Moffat, cuyas aguas medicinales atraerían a muchos visitantes en busca de una cura para sus dolencias. A mediados del siglo XIX, se convirtió en un popular y respetable balneario victoriano. El secreto de sus aguas termales era su cualidad sulfúrica. La sociedad elegante acudía para beber y bañarse en ellas, con la esperanza de que aliviarían su reumatismo o su gota.

El azufre es, por supuesto, el olor del diablo y hay algo singularmente victoriano en esa mezcla de lo sagrado y lo macabro, una tensión entre la moderación y lo extremo. Moffat Spa tenía ese elemento de romanticismo domesticado, de naturaleza puesta al servicio de quienes disponen de ocio y dinero, los orígenes del turismo moderno. Esa mezcla de lo pagano y lo divino es en gran medida la esencia de Craigielands y de Escocia en general, con su vasta naturaleza salvaje y su herencia presbiteriana.

Como en sus fotografías de la casa, Patrick presenta el paisaje que la rodea en toda su indiferencia ante cualquier esfuerzo humano, desprovisto de personas. Vemos su automóvil estacionado en una carretera vacía en algún lugar de los páramos, un extraño artefacto urbano perdido en un lugar desolado de nubes y praderas.

También fotografió el río Moffatt, que atraviesa la finca, perfecto para la pesca de truchas, bañarse en los días de verano y patinar sobre hielo en el crudo invierno. El agua corre ruidosamente bajo las ramas entrelazadas de los árboles. Patrick lo ha atrapado en toda su belleza salvaje. Casi podemos escuchar el gorgoteo de la corriente cristalina y el soplo del viento susurrando a través de las hojas. El olor a turba y brezo brota de esas imágenes y uno puede imaginar a los ciervos acercándose a beber y a pastar en la hierba de la ribera.

El parque que sir John Clerk y su hijo George habían plantado todavía está allí, un reflejo del sueño de la ilustración escocesa del siglo XVIII: la naturaleza perfeccionada, civilizada por el intelecto del hombre. Vemos la casa desde arriba, una vista aérea desde una de las colinas circundantes. Sus elegantes proporciones se ven eclipsadas por las coníferas a su alrededor, lo que genera un cierto desasosiego, pues la naturaleza acecha casi amenazadora, como si aguardara la hora en la que le tocara invadirla y recuperar el espacio que fue suyo.

Adam, el patriarca Forman, era un hombre de religión y de ciencia, como lo fueron sus contemporáneos.  Había aprendido de Isaac Bailey Balfour, un eminente botánico escocés, las propiedades antisépticas del musgo llamado “sphagnum”, un material excelente para curar heridas. Durante la Gran Guerra, cuando escaseaban las vendas de algodón, el reverendo Forman organizó eficazmente escuadrones locales de voluntarios para recoger ese material que crecía en abundancia en los pantanos inaccesibles que le pertenecían. Recogieron toneladas y las transportaron a la estación de ferrocarril en unos carritos especiales que él mismo había ideado. Hay varios documentos en los jardines botánicos de Edimburgo sobre la historia de este gran empeño, el mejor momento del reverendo.

Mary Duncan, una pintora que, como tantas otras mujeres artistas, parece haber sido olvidada hoy por el mundo del arte, hizo unas espléndidas pinturas al óleo que representan el proceso. No pude encontrar ni una entrada sobre ella en Wikipedia, solo algunas noticias en la página de una casa de subastas de Londres anunciando la venta de unos cuadros suyos que habían colgado antes en las paredes de Dumcrieff.

Ese paisaje implacable que a primera vista puede parecer adecuado solo como el sombrío escenario de un romance de Walter Scott, o el telón de fondo para unas vacaciones para quienes buscan la sublime desolación de los páramos, jugó un papel crucial en la lejana y devastadora Gran Guerra.

Quartet of pastels depicting forgotten moment of war effort offered at British Art Fair | Antiques Trade Gazette

 

Quartet of pastels depicting forgotten moment of war effort offered at British Art Fair | Antiques Trade Gazette

Quartet of pastels depicting forgotten moment of war effort offered at British Art Fair | Antiques Trade Gazette

Después de ese hermoso fin de semana, llegó el momento de la despedida. Había sido una boda un tanto inusual pero absolutamente encantadora. Todos habían disfrutado mucho de aquel evento, pero estaban también deseosos de reincorporarse al mundo real. En las imágenes de Patrick, vemos un barullo de autos y personas que se demoraban antes de cerrar de golpe las portezuelas. Se lanzaban besos y agitaban las manos, la alegre confusión y el alboroto habituales de esos momentos fueron debidamente inmortalizados en una serie de fotografías que documentan la partida de los invitados.  Podemos imaginar el intercambio de comentarios, los buenos deseos, las promesas de regresar pronto, escribir cartas y enviar postales o hacer llamadas telefónicas para mantenerse en contacto. Se acordaban reuniones para visitarse o ir al teatro o a tomar un cóctel juntos en algún vago momento futuro.

Los taxis transportaron a los invitados a la estación, donde les esperaban los trenes que los llevarían a Londres o a Edimburgo. Se volvieron a dar rápidos y nerviosos adioses, repitiendo la ceremonia de confusión. Podemos ver como se tranquiliza a las suegras se despide a las tías desde el andén o desde las ventanillas del tren ya casi en movimiento. Hay un glamur antiguo en todo ello. Las estaciones victorianas inglesas son, más que un lugar, un topos literario. Tienen su propia iconografía y sus propias referencias y asociaciones con momentos dramáticos en el cine. Me viene a la mente la película “Breve encuentro” de David Lean. Los que se iban y los que se quedaban parecen participar en un ritual bien ensayado que Patrick capturó con su habitual discreción.

Una vez a bordo, los pasajeros habrían viajado a Dumfries y cruzado a Inglaterra en Carlyle, desde donde el tren se dirigiría hacia el sur rumbo a Liverpool, pasando por el paisaje agreste de Cumbria y cruzando las ciudades industriales de Lancashire, y luego hasta Crewe. , Birmingham y, finalmente, muy lejos, Londres en el sureste, un mundo aparte de esa época victoriana anticuada que habían dejado atrás en Dumcrieff, una casa impermeable a los cambios de la época, un mundo autónomo de sirvientes y riqueza construida sobre la venta de las hilaturas de Lancaster al mercado cautivo del Imperio.

Para entonces, todo eso estaba condenado a desaparecer. La nueva Gran Bretaña a la que viajaban era postindustrial, una economía de servicios y una sociedad de consumo al estilo estadounidense. Veinte años después, en 1968, la mejor exportación del país sería la música de los Beatles y los Rolling Stones. El viejo poder duro de las cañoneras y el trabajo esclavo habría sido sustituido por la capacidad de seducir, en lugar de coaccionar.

No es una coincidencia que las profesiones que esperaban a Denis y Helen en la capital estuvieran relacionadas con las artes. Ambos trabajaban ya en el British Film Institute, el Instituto Británico de filmografía, donde probablemente se habían conocido. Denis, que con el tiempo sería nombrado Caballero del imperio y se convertiría en Sir Denis, fue su director y, más adelante, vicepresidente de la Royal Opera House. Pero el puesto que le daría mayor fama fue el de presidente de la Granada Television en sus días de gloria. Bajo su dirección se encargó la famosa telenovela Coronation Street, en la que se representa y se celebra la vida de la clase trabajadora del norte de Inglaterra.

Helen se había graduado en Oxford, lo que ya la destaca como una pionera, pues la venerable universidad no permitió la matrícula de mujeres hasta 1920, apenas veinte años antes. Tanto Helen como Denis dejaron Moffat huyendo de un estilo de vida decadente y algo tronado. Sentían afecto por el lugar, pero no sentían nostalgia ni lealtad hacia ese antiguo régimen en ruinas.

Ellos eran el futuro, los ganadores dispuestos a hacerse con todo. Una vez instalados en su compartimento en el tren, no mirarían atrás ni con ira ni con nostalgia, dispuestos a unirse a la nueva Gran Bretaña que emergía de la antigua. Ellos serían los arquitectos de ese nuevo poder blando, contribuyendo a la expansión de unos nuevos valores británicos por todo el mundo mediante tecnologías modernas: los poderosos medios de comunicación. En eso, como en muchas otras cosas, fueron pioneros de la actualidad, en la que la información, el entretenimiento y las comunicaciones -cosas intangibles- han tomado el trono que perteneció a la manufactura de objetos reales.

 

Excepto algunos detalles como los trabajos que hicieron más adelante, la información sobre Denis y Helen proporcionada hasta ahora ha sido un ejercicio de imaginación basado en las fotos que Patrick Forman tomó el día de su boda. Los textos anteriores han sido una écfrasis, la descripción detallada, en palabras, de una obra de arte visual. La presencia muda de Patrick Forman registró lo que atrajo su mirada, buscando pasar lo más desapercibido posible y dejando que sus “modelos” se movieran con relativa despreocupación.

Pero ese es solo un enfoque posible. Otros son igualmente válidos. La historia familiar y la genealogía son dos formas populares hoy en día de reconstruir y hacer frente al pasado. Se trata de una búsqueda de la “verdad” a partir de la información almacenada en archivos y registros civiles, escaneando y evaluando cualquier documento oficial que acredite la existencia de alguien o algo en algún momento pasado: historiales médicos, antecedentes penales y cosas similares.

Luego están las memorias o las biografías, si el investigador tiene suerte. Las narraciones de las experiencias personales tal como son contadas por un individuo o recopiladas y relatadas por otra persona. Sin embargo, el objetivo de este sitio web, Quincejellytin, no es hacer historia familiar, sino ofrecer una recreación imaginaria de la vida de alguien o de algún evento pasado específico a partir de los fragmentos que todos dejamos detrás, así como los recuerdos de las personas que tuvieron experiencia de primera o segunda mano de dichas personas o tales eventos. El interés radica en las historias que hay tras la “Historia”, esa disciplina que puede ser algo sospechosa, ya que todos los archivos, sin importar el esmero con el que se cuiden, pueden ser engañosos o estar sujetos a manipulación por parte del historiador, así como a las malas interpretaciones que haga la persona que reciba luego esa información.

No obstante, Denis y Helen eran personas reales con vidas reales, no personajes de ficción en una novela. Por eso sentí curiosidad por saber qué rastro habían dejado en línea en este tiempo nuestro cuando aparentemente todo lo que hacemos deja una huella digital imborrable en alguna parte. Efectivamente, encontré bastante información sobre ellos con un simple clic y, como bien había ya adivinado a partir de la lectura de las fotografías de Patrick, descubrí que ambos se habían incorporado al mundo de los medios de comunicación y la cultura, dos industrias que gradualmente adquirieron un papel fundamental en la economía británica.

Denis fue durante algunos años el director de Granada Television, allá en sus albores, cuando la empresa con sede en Manchester encargó Coronation Street entre otros populares programas. Al ocupar un puesto tan importante en la industria cultural, la trayectoria de Denis en Internet es bastante extensa pero tal vez lo más interesante fue descubrir que había escrito varios libros, entre ellos unas memorias de su infancia y primera juventud en los años de entreguerras en Craigielands.

“Son of Adam”, publicado en 1990, confirma todo lo que yo había adivinado ya a partir de las fotos de su boda, principalmente ese conflicto suyo entre lo viejo y lo nuevo, encapsulado en su amor por el jazz y las nuevas costumbres americanas, así como un rechazo paralelo a los valores de su padre, sobre todo su protestantismo mojigato y su complacencia con un mundo que ya estaba en decadencia. Su libro incluso se convirtió en una película llamada “Mi vida hasta ahora” en 1999, protagonizada por Colin Firth, aunque parece que el guion sufrió alteraciones considerables con respecto al libro original.

En cuanto a Helen, ella ya era productora de documentales cuando se casó con Denis. Fue empleada por el entonces Instituto Imperial y anteriormente había trabajado para el Ministerio de Información durante la guerra. Más tarde se uniría al BFI, del cual Denis también fue presidente, y donde posiblemente se habían conocido. Se había unido a Films Division al comienzo de la guerra, una institución que reemplazó a la Oficina Central de Correos como productora encargada de realizar documentales sobre la actualidad y la vida cotidiana británica. Así pues, en 1948 ya era una mujer completamente moderna e independiente, como se desprendía también de las fotos de Patrick Forman.

 

“Son of Adam” resultó muy informativo, igual que lo fueron varias entrevistas y otros documentos sobre Denis encontrados en Internet después de una rápida búsqueda. Había nacido en 1917 y tuvo dos hermanas mayores, Sheila y Kaff, y un hermano mayor, Sholto, así como dos menores, Michael y Patrick, nuestro fotógrafo y el marido de mi amiga Sarah. Denis parece que fue un niño un poco gamberro: brillante, inquisitivo y de carácter fuerte. Era impaciente con los tontos y no tragaba fácilmente las necedades de los mayores. Pronto descubrió que ser travieso era más divertido que ser bueno. Le gustaba ser el centro de atención y prefería pasar el rato en la cocina con los sirvientes que escuchando las tonterías religiosas que sus padres intercambiaban en el comedor de arriba. Denis aprendió sobre el gusto popular en aquella cocina y mezclándose con los trabajadores de la granja en Craigielands.

En entrevistas que le hicieron muchos años después, todavía mostraba la seguridad en sí mismo y el autocontrol que apreciamos en las fotos de su hermano Patrick. Denis fue un niño rebelde que desarrolló un antagonismo un tanto condescendiente hacia su padre, cuyos trasnochados puntos de vista y sus fallidas tentativas como ingeniero aficionado le hacían sentir vergüenza ajena. Denis resulta quizás excesivamente pagado de sí mismo y lleno de contradicciones. Seguramente era buena compañía cuando tenía un buen día, pero mejor evitarlo cuando se le cruzaban los cables. Poseía un gran sentido del humor así como un gran corazón, pero también una propensión a ataques de mal genio.

Helen murió en 1987, dejando detrás los dos hijos que tuvo con Denis: Charlie y Adam. Denis se volvió a casar en 1990 y murió de un infarto en un hogar de ancianos en Londres, a los 95 años.

La casa de Dumcrief todavía está en pie hoy en ese valle escondido cerca de Moffat. A la muerte del padre de Denis a la edad de 103 años, la finca se vendió en subasta a principios de los setenta y luego se volvió a vender unos años más tarde. En 2008 la adquirieron sus propietarios actuales, una familia local que afirma tener conexiones ancestrales con la finca que se remontan al siglo XV. Sin embargo, no viven allí. En realidad, nadie puede permitirse ya vivir en un lugar así. Se ofrece en alquiler a personas con dinero y que gustan vivir por unos días en un ambiente aristocrático como el que se ve en numerosos dramas de época. Así es como se anuncia:

Mansión señorial de uso exclusivo cerca de Moffat, en el sur de Escocia. Con capacidad para hasta dieciocho invitados en nueve lujosas habitaciones. La mansión está disponible en régimen de autoservicio o con personal completo.

 Experimente el raro privilegio de pasar un fin de semana, una breve escapada o unas vacaciones en su propia mansión georgiana ubicada en terrenos privados dentro de la histórica finca de Dumcrieff.

La mansión se puede alquilar por dos noches o más y es el lugar ideal para celebrar su ocasión especial, incluidos cumpleaños, aniversarios, reuniones familiares o simplemente para disfrutar de una escapada relajante con familiares y amigos.

Se pueden organizar pequeñas bodas íntimas o eventos con entoldado exterior.

Todo eso recuerda lo que escribió el filósofo francés Guy Debord en 1967 sobre cómo la vida real ha sido reemplazada por su representación. Ha pasado a ser una serie de “experiencias”, tal como argumentó Debord. Lo que una vez fue una casa habitada por una familia y basada en una economía ligada a la tierra que la rodeaba, así como a la transformación de materias primas en productos manufacturados, ahora se ha convertido ella misma en un producto. La gente paga mucho dinero por hacerse pasar por los señores de una casa solariega, simulando que viven en los días en que fue construida por el doctor de la vieja emperatriz rusa. Como dijo otro filósofo francés: “El simulacro nunca oculta una verdad, sino que se convierte él mismo en una verdad”.

Resulta irónico -ese sentimiento tan genuinamente posmoderno- que la casa se utilice ahora para bodas, esos eventos que han sido “Disneyficados” y convertidos en “experiencias” en lugar de ser un rito sagrado. Qué gran contraste con la sencilla celebración de Denis y Helen en 1948.

Pero quizás lo más sorprendente que encontré en el vasto repositorio internáutico fue descubrir que uno de los dos hijos de Helen y Denis,  Adam Forman, es un artista con un interés similar al mío por la forma en la que el tiempo y la muerte todo lo destruyen y transforman, así como una curiosidad por lo que queda de nosotros después de morir. En su sitio web: http://adamforman.co.uk/press-release-how-do-we-remember/, leí sobre una obra que había presentado en una galería de arte en Londres. Estaba basada en parte en su madre, Helen de Mouilpied, como se llamaba antes de casarse con Denis. Se había exhibido en marzo de 2019, un año antes de que yo comenzara a interrogar ese reportaje gráfico de la boda de Helen y Denis que mi amiga Sarah, la tía de Adam, había heredado de su esposo Patrick.

La obra de Adam Forman era una reflexión sobre la memoria y lo que queda de nosotros una vez desaparecemos. En esa pieza, presentó objetos y recuerdos que habían pertenecido a su madre y trató de averiguar por qué los había conservado, así como lo que habían significado para ella. El objetivo último era investigar la brecha existente entre la idea que tenemos de nosotros mismos y cómo nos ven los demás una vez dejamos de existir y nos convertimos en los recuerdos de otras personas.

Había una segunda parte de la exposición que no estaba relacionada con la vida de Helen, aunque también conectada con la idea del tiempo y cómo las fotografías documentan lo transitorio. Durante un año, había tomado la misma fotografía en diferentes momentos del día en un mismo lugar de Londres. Luego, había transformado esas imágenes en pinturas y dibujos. “El paso del tiempo”, decía la propaganda de la exposición, “y la observación de escenas callejeras cotidianas, así como la vigilancia electrónica en el espacio público han sido temas recurrentes en la obra de Adam Forman. El hecho de estar siendo vigilado, de mirar y observar está siempre presente en estas imágenes, al igual que el acto de la fotografía clandestina”.

Me pareció fascinante ese juego de miradas a través del tiempo: Patrick retratando a Denis y Helen en aquel remoto día de su boda en 1948. Denis mirando hacia atrás en sus memorias, “Son of Adam”, describiendo a los habitantes de aquella casa en un momento particular, su propia infancia. Luego, el director de la película “My Life so Far” observando todos esos recuerdos, alterándolos a fin de que resultaran cinematográficamente más interesantes y dramáticos a los ojos de los espectadores. Luego yo, interpretando las fotografías de Patrick, cuestionándolas, y finalmente este último miembro de la familia Forman, Adam, haciendo lo mismo con los objetos y recuerdos de su madre, reflexionando sobre lo que significa todo ese mirar.

Todos estamos enredados en una red de relaciones a través del tiempo y el espacio, una red de miradas. El objetivo de este texto y de este sitio en general, al igual que el de la obra de arte de Adam Forman, ha sido un intento de observar y describir esa constelación de puntos de vista. Nuestras vidas se extienden más allá de nuestro tiempo y nuestras mentes individuales. Todos somos, en última instancia, parte de un mismo tapiz que se extiende en el tiempo y el espacio.

No hay un antes y un después o, si lo hay, todo depende de quién o qué decidimos situar primero, de qué vamos a utilizar como punto de partida. En última instancia, todos somos una serie de eventos y objetos interconectados: las fotografías, la casa, el lugar, el idioma inglés, los libros escritos y las vidas vividas.

El encanto de Francia

“El encanto de Francia

De su boca fluía

Era llena de gracia

Como el ave María”

Recuerdo estos versos de Amado Nervo, un poeta mexicano, en el libro de literatura que usábamos en la escuela primaria. El profesor me los hizo leer en voz alta delante de la clase y ya nunca los he olvidado. Tal vez no sean los versos más bellos que se hayan escrito, pero su sintaxis y su rima los hace memorables. No obstante, lo que quizás se quedó grabado aún con mayor fuerza en mi mente infantil fue esa asociación de la palabra “Francia” con “encanto” y “gracia”.

Francia, tanto el nombre como el país, hacía tiempo que formaban parte de mi vocabulario y mi imaginación debido a mis tías Regina y Josefa, “las de Francia”, como las llamaba mi madre, que vivían en Burdeos y venían a visitarnos de tanto en cuando. Recuerdo ir a despedirlas a la estación que lleva el nombre de ese país, en Barcelona, la excitación que despertaba en mí el bullicio de los viajeros y ese impresionante edificio, con su lujoso vestíbulo de altas bóvedas y su gigantesca estructura metálica que cobijaba a trenes y pasajeros. Francia era también el país de la vendimia, a la que iban a menudo mis primos para ganarse un dinero extra.

La imagen de “glamour” que esos versos conjuraron en mí, que más tarde descubriría era parte consustancial a cómo gusta presentarse al mundo ese país, se unió a la del libro de francés de mi hermana Pepi, “Le Français par l´image”, lleno de estampas de una Francia ya entonces desaparecida de elegantes mujeres que llevaban guantes y vestían trajes de Channel o Christian Dior.

Los Peñas, como tantos andaluces, somos gente migrante. Mis abuelos paternos, Josefa y Manuel, tuvieron ocho hijos, seis chicas y dos chicos. De ellos, solo mi tía Ana y su familia se quedaron en el Pozoblanco natal, aunque también ellos probaran brevemente fortuna en Barcelona, animados -presionados quizás- por la familia, que se había instalado antes en la ciudad. Pero a mi tío Juan no le convenció lo que vio allí y regresaron a Pozoblanco al poco tiempo, donde montó un próspero negocio de patatas fritas que fue la primera piedra en una exitosa carrera empresarial. Todos los demás se asentaron lejos.  A medida que habían ido abandonando la niñez, comprendieron que no había futuro en la economía de subsistencia a la que la desastrosa política de posguerra había condenado a las zonas rurales de España.

Mi tía Regina, la mayor de los ocho hermanos, se casó con mi tío Antonio Egea y en 1957 emigraron a Francia con sus tres hijas, mis primas Mercedes, Josefa y Tony. El tío Antonio, o el Egea, como lo llamamos siempre en mi casa para distinguirlo del otro tío Antonio, el marido de mi tía Nicasia, había trabajado haciendo carbón de picón, como se llama al carbón vegetal, que era la principal fuente de combustible en las casas de la zona de los Pedroches, cuya capital es Pozoblanco. Como era un hombre capaz y astuto para los negocios, hizo fortuna y luego se convirtió en arriero, una profesión que tenía todavía vigencia en la España de entonces, ya que la guerra había dejado al país prácticamente sin acceso a combustible.

El tío Egea era un firme republicano que se sentía asfixiado en la España del franquismo victorioso, por eso decidió irse a Francia en cuanto pudo. A través de un hermano suyo, Bonifacio, el tío Boni, que se había exiliado en Burdeos al terminar la guerra, se enteró de que en la zona de Las Landas, al sur de Burdeos, se necesitaban piconeros expertos y así fue como se trasladó allí con toda la familia.

Las Landas habían sido durante siglos una extensa zona pantanosa, muy insalubre, hasta que Napoleón III, siguiendo un plan previamente diseñado en tiempos de la Revolución, la transformó en el mayor bosque de Europa Occidental y uno de los mayores del continente, por obra de un esfuerzo enorme de plantación. Los pinos ayudaron a desecar las lagunas palúdicas y también a asentar las dunas movedizas que abundan en esa región, donde tradicionalmente los campesinos caminaban con unos largos zancos sobre el cenagoso terreno. Con la madera de los pinos se desarrolló una próspera industria de fabricación de muebles y con la que no servía para ese menester, se elaboraba el carbón vegetal que, como en Pozoblanco, era la fuente de combustible de los habitantes de la región. Así es como una rama de mi familia, hasta entonces firmemente arraigada en las sierras béticas, echaría raíces en Francia, insertándose en la historia de ese país.

 

 

 

 

 

Como toda Europa, Francia se había encontrado en una difícil situación económica después de la Segunda Guerra Mundial. La pérdida gradual de sus colonias a lo largo de las décadas siguientes agravaría aún más esos problemas. No obstante, gracias a la ayuda del Plan Marshall y otros créditos blandos que recibió tras los acuerdos de Bretton Woods, consiguió poner en práctica un plan de desarrollo.

Esos programas lograron un gran éxito, transformando la sociedad francesa en una economía de consumo que seguía el modelo norteamericano. Los salarios aumentaron enormemente, así como la riqueza general del país y el bienestar de los trabajadores. Las labores más duras, aquellas peor pagadas o las que la gente consideraba menos prestigiosas, fueron abandonadas por los franceses a medida que encontraban trabajo en la nueva economía de los servicios. Esto atrajo a un gran número de inmigrantes, tanto del sur de Europa como de las antiguas colonias, que vinieron para ocupar el espacio productivo abandonado por los nativos.

El tío Egea y mi tía Regina llegaron a Francia con sus tres hijas en 1957. Como ya hemos dicho, era una persona avispada, así que poco a poco se hizo con el control del negocio del carbón vegetal en St-Symphorien, el pueblo de origen del escritor François Mauriac, y donde se instaló la familia. Mi tío se convirtió en capataz e hizo de intermediario, ofreciendo trabajo a muchos paisanos de la comarca de los Pedroches que buscaban una salida económica lejos del estancamiento español. Gracias a él, muchos llegaron a Francia con un contrato que les permitiera instalarse legalmente en el país.  Estos inmigrantes venían al principio con lo puesto y sufrieron duras condiciones, alojándose en barracones en tanto no ganaban lo suficiente y aprendían el francés necesario para valerse por sí mismos. Mi tío les ayudaba. Al principio, estos trabajadores venían solos y, una vez habían afianzado su situación, traían a sus mujeres e hijos, si los tenían.

En 2014 hicimos una gran reunión familiar de los Peñas en St-Symphorien. Entonces tuve  la oportunidad de conocer esta historia por boca de mi tía Regina, quien nos llevó a un grupo al cementerio local donde está enterrado su marido, fallecido en 2001. En dicho camposanto había muchos nombres españoles en las lápidas y mi tía nos iba diciendo quiénes había venido al pueblo traídos por su marido y quiénes estaban ya anteriormente, exiliados de la Guerra Civil.

 

Mi tía Josefa y su marido, el tío Miguel, llegaron a Burdeos al año siguiente, en 1958. La tía Regina y el tío Egea les consiguieron un contrato como guardeses en un “chateau” de la región.  Ya en Burdeos, tuvieron tres hijos, mi prima Jeanine en 1959, mi primo Manuel en 1960 y mi prima Virginie en 1966. A pesar de lo duro que le resultó a mi tía adaptarse a su nuevo entorno y a manejarse en una lengua desconocida, nunca miró atrás ni pensó en volverse a España, pues en seguida comprendió la diferencia abismal entre el país al que habían llegado y la triste realidad que habían dejado atrás.

Al tío Miguel le fue difícil conseguir el pasaporte para poder salir del país, pues pertenecía a una familia que estaba en la lista negra del régimen. Era hijo de un “rojo”, como los franquistas llamaban a los defensores de la República y, en la España vengativa del General Franco, los hijos tenían que responder por los supuestos crímenes de los padres.  El padre del tío Miguel había sido asesinado sin contemplaciones por los fascistas. Su cadáver nunca ha sido encontrado. Es uno de los miles que yacen por las cunetas de España o enterrados en las fosas comunes que existen por todo el territorio nacional.

Mi tía llegó ya embarazada de mi prima Jeanine. El viaje desde Pozoblanco fue arduo, primero fueron a Madrid, de ahí a San Sebastián y luego a Hendaya, siempre en viejos trenes de madera que tardaban una eternidad en cruzar las enormes planicies castellanas. Habían acordado que mi tía Regina y el tío Egea los encontrarían en Burdeos y les prestarían la ayuda necesaria para llegar al “chateau”, pero era ya de noche cuando subieron a bordo del tren que los llevaba a Burdeos y, como apenas se veía nada por las ventanillas, les entró el pánico de no saber dónde estaban ni hacerse entender. Por lo visto, un señor muy amable que viajaba en el mismo vagón, y que entendía un poco de español, intentó ayudarles al ver a mi tía tan nerviosa y agitada, pero con tan poca fortuna que se produjo un malentendido y acabaron bajándose del tren en la estación incorrecta. Cansados, sin saber francés y con mi tía embarazada, cabe imaginar el desánimo que debieron sentir. Aun así, en un hotel que estaba abierto en aquel lugar, les consiguieron un taxista que hablaba español y les llevó a Burdeos. Allí finalmente se encontraron, solo Dios sabe cómo, con la tía Regina y el tío Egea.

La vida no fue fácil para ellos, desde luego. Venían con un contrato de métayer, lo que en español se llama aparcero. Les dieron una casa y tenían que encargarse de labrar las viñas. El tío Miguel era bastante negado para la agricultura y, además, como le hablaba en español al caballo que tiraba del arado, idioma al que evidentemente no estaba acostumbrado aquel caballo francés, le resultó difícil manejarlo.  “Que no te vean reñirle al caballo”, le decía mi tía, que temía que la incompetencia del tío Miguel quedara expuesta y terminarán despedidos después de todas las fatigas que habían pasado para llegar hasta allí.

Sin haber ido a la escuela nunca y sin hablar una palabra de francés, la tía Josefa vivía en un continuo sobresalto. Me contó que un día tuvo el antojo de comerse una col de las que estaban recogiendo en el campo. Como estaba embarazada, se la escondió en la barriga para comérsela luego en casa. Resultó que al llegar allí había una pareja de gendarmes y ella por poco no se muere del susto. Pensó que alguien la había denunciado por robar la col y que venían a por ella. En realidad, la policía solo quería que firmasen unos trámites de inmigración, pero sirva eso como muestra del estado de intraquilidad en el que vivieron durante aquellos primeros años.

“Tía Josefa”, recuerdo haberle preguntado a mi tía una vez que la visitamos en St Médard-en-Jalles, un pueblito en las afueras de Burdeos, donde sigue viviendo, “¿Cómo aprendiste tú francés?”. “Con muchas lágrimas, niño”, me contestó ella, recordando cuando trabajaba como asistenta y volvía a su casa abrumada por la inquietud de no poder comunicarse con la gente, sintiéndose terriblemente aislada y vulnerable.

 

 

 

 

 

  

Mi prima Jeanine nació en marzo de 1959. Según ella, esto significa que sus padres se casaron obligados por las circunstancias, así que su madre no llevó el traje blanco tradicional, como era habitual en aquellos tiempos en España. Jeanine nació en el hospital de Burdeos. Al poco de nacer ella se mudaron a La Brède, donde está el chateau en el que nació y vivió el filósofo Montesquieu. Después vivieron en Lacanau, junto al océano, en Mistre, en Le Temple y en Louchats, todo ello en la región de Las Landas, donde el tío Miguel trabajó haciendo carbón.  Mi prima recuerda cómo se recogían en Louchats los botes de resina, especialmente un señor que cojeaba por una herida de la guerra del 18, lo cual le causaba mucha impresión.  Después se mudaron a Le Porge, un municipio costero. Finalmente se asentaron en Saint Médard-en-Jalles, donde sigue viviendo la tía Josefa. Jeanine comenzó la escuela sin hablar todavía ni una palabra de francés, a los tres años. No entendía nada y lo pasó mal porque los niños se reían de ella, hasta que poco a poco fue empezando a comprender. Recuerda que en la escuela a la que asistió en Le Temple tenía una caja de lápices de colores con un elefante dibujado y cómo los compañeros se los robaban. Se conoce que ya le venía de bien pequeña el gusto por el arte. La prima Jeanine vive ahora en Barcelona, adonde llegó a finales de los años setenta para estudiar dibujo publicitario en la Escuela Massana. Allí conoció al que es su marido, Quim, y ya nunca volvió a Burdeos.

Mis tíos tuvieron luego a mi primo Manuel, que desgraciadamente murió tras desarrollar un tumor cerebral mientras hacía el servicio militar francés en Djibouti, la antigua colonia francesa en el cuerno de África. Una hecho en el que de nuevo se cruzan la historia con mayúsculas y la historia con minúsculas, por así decirlo, la historia familiar.  Más tarde, en 1966, nació su tercera hija, mi prima Virginie.

Jeanine fue la primera en la familia que dominó la lengua de su nueva patria y durante años se ocupó de hacer las gestiones necesarias. Su hermano Manuel tardó más en aprenderlo. Ella se ríe recordando cuando discutían y se pegaban, como a menudo hacen los chiquillos, y ella le gritaba: “arrête!” (¡para!). El pequeño Manuel, que no la entendía, iba llorando a su madre diciendo: “¡mama, me ha llamado cagueta!”.

La tía Josefa y mi tío Miguel se habían conocido unos años antes cuando ella estaba sirviendo en la casa de una familia rica de Pozoblanco. Por lo visto, se había hundido el techo en una de las habitaciones porque era una casa antigua y los ricos no la mantenían como es debido. Mi tío Miguel fue el que vino a reparar el daño y así fue como empezó su romance.

Tanto él como mi tía Josefa tuvieron los arrestos de dejar ya no solo el pueblo y todo aquello que conocían, sino también su lengua y su país, lo cual muestra un coraje admirable. No obstante,  es cierto que Francia no les resultó fácil. La barrera lingüística era un obstáculo formidable. Desde el principio, el tío Miguel quiso volverse a España, pero mi tía le obligó a quedarse: “¡no ves que aquí tienen electricidad, comida, agua corriente y coches!”, le dijo. “De aquí no nos vamos”, se plantó ella.

 

El tío Antonio y la tía Regina ayudaron mucho a los recién llegados . Les prestaron ochenta francos para empezar su nueva vida como aparceros y les dieron ropa y otros artículos necesarios. En su nuevo puesto, la tía Josefa y el tío Miguel tenían derecho a gallinas, a un litro de leche al día, y a diez o veinte litros del vino que vendían. Llegaron prácticamente con lo puesto, ya que habían vendido lo poco que habían poseído en el pueblo para costearse el viaje. No tenían ropa en condiciones para trabajar. La tía Josefa se ríe recordando que hacía las labores de la granja con un abrigo que le había dado la tía Regina y con zapatos de tacón, que eran los únicos que tenía, lo cual resulta espléndidamente surrealista. El tío se encargaba de arar con ayuda del caballo monolingüe mientras ella se ocupaba de la viña.

A pesar de los errores y deficiencias agrícolas del tío Miguel, ambos estaban acostumbrados a trabajar duro en Pozoblanco y por eso fueron valorados favorablemente, pues mi tía cuenta que los trabajadores franceses que había en la finca hablaban mucho y trabajaban poco. Aunque estaban en mejores condiciones de las que habían dejado atrás en España, ya queda dicho que el tío Miguel no se amoldaba a la nueva situación y echaba de menos los bares y la vida de España, pero finalmente allí echaron raíces y allí están enterrados ahora tanto el tío Miguel como su hijo, el primo Manuel.

Como ya dije, mi tía Regina y mi tío Antonio, el Egea, llegaron a Francia en 1957 y su llegada tampoco fue fácil. El instigador de todo fue un hermano del tío Egea, Bonifacio, el tío Boni, como lo llaman mis primas. Había luchado en el frente del Ebro en el lado republicano. Cuando cayó Barcelona, fue uno de los muchos que cruzaron la frontera y estuvieron internados en los tristemente célebres campos de Argelès-sur-Mer.

La prima Jeanine lo recuerda como un hombre divertido, elegante, “charmant”, siempre con un puro y anillos de oro. Se casó con una francesa de nombre Daniele, que también era muy alegre y dada a terminar las fiestas bailando encima de las mesas. Era como Edith Piaf, iba siempre muy maquillada, con los labios bien rojos. Ganaban mucho dinero vendiendo ropa en una tienda en Burdeos cerca de la plaza de la Victoire, y también por los mercadillos con una furgoneta.

Era todo un personaje el tío Boni. Era rojo, intelectual y le sacaba punta a todo. El tío Miguel se encontraba un poco fuera de lugar cuando se reunían él y el tío Antonio. Mi prima Jeanine recuerda a su padre y al tío Egea siempre discutiendo, aunque de forma amistosa, pues eran tan diferentes que ninguno realmente competía con el otro por saber quién era más fuerte o más listo. El tío Antonio le pinchaba, por ejemplo, acusando al tío Miguel de ser un pelanas sin ambición, pero él ni se inmutaba, pues lo que no comprendía eran los afanes del otro. En realidad se llevaban bien y siempre se ayudaron. La lealtad familiar es una característica del clan Peñas. Además, ambos tenían un gusto por la fiesta, por el buen comer y mejor beber, y eso en última instancia les unía.

El tío Antonio Egea era un hombre muy listo y capaz, al que le gustaba mangonear y destacar. Se le daba extremadamente bien manejar a la gente, lo cual explica el éxito empresarial que siempre tuvo. Mi padre lo llamaba Al Capone, porque vestía siempre muy elegante y gustaba llevar un sombrero de ala ancha como los gánsteres de las películas. También tenía afición a los coches grandes y lujosos, al flamenco, la juerga y las mujeres, lo cual hacía sufrir a veces a mi tía Regina, que no era tan amiga de la parranda como lo era su marido. En ese sentido era todo lo contrario al tío Miguel, que se conformaba con vivir modestamente, ser feliz y no tener complicaciones, aunque tampoco fuera él contrario a una buena juerga.

 

 

Al principio, la tía Regina y su marido vivieron en un lugar llamado Escource, cerca de Biscarrosse , donde sus tres hijas jugaban con la arena de las Landas, mezclándola con agua en el patio del colegio para hacer figuras. Con el aplomo que tenía y su gran sagacidad para hacer negocios, el tío Antonio enseguida prosperó. Trabajó mucho y muy duro y ganó mucho dinero. Después de estar doce horas al día entregado a su negocio, se pasaba otras tantas en su huerto. Cultivaban espárragos que envasaban y vendían. Hizo suficiente dinero para comprarse una finca grande en Saint-Symphorien, donde se construyó una casa. Por el terreno pasaba un riachuelo, que él consiguió permiso para desviar y construir unas albercas en las que cultivaba truchas para vender a los restaurantes de la zona. Mi tía era la encargada de atender a los clientes, pescándolas con una sacadera.

Como es habitual en estos casos, el tío Antonio se había venido solo. La tía Regina llegó luego, sin saber leer ni escribir y con sus tres hijas de la mano. Había vendido las mulas del tío Antonio, lo que le reportó una buena suma de dinero que ella se trajo a Burdeos escondido en el sujetador. A pesar de que ella no pasó apuros económicos en ningún momento, al igual que la tía Josefa, las tuvo que pasar de todos los colores hasta que logró adaptarse y manejarse en la lengua y en el nuevo entorno. El tío Antonio enseguida aprendió bien francés porque estaba todo el día fuera relacionándose con gente, pero ella apenas salía de casa, estando como estaba al cuidado de las niñas.

Mi padre, que trabajó algún tiempo con el tío Antonio en Pozoblanco antes de que emigrara a Francia, me dijo que “trabajaba como un burro” y que discutían mucho porque nunca estaba contento con el trabajo de los demás, pues él tenía unos estándares muy altos. Era un habitual de la Calle Nueva, en cuyas tabernas, según mi padre, se reunía lo peor del pueblo. Allí recogía a los obreros que estaban ociosos, la mayoría por estar incluidos en las listas negras que impedían trabajar a quienes no tuvieran en regla el expediente político-social, algo que honra al tío Antonio Egea.

Se conoce que era un personaje de carácter fuerte, con una gran suficiencia. Tenía ese punto déspota de las personas que trabajan mucho y esperan que todo el mundo sea igual que ellos. Cogía unas borracheras de órdago, pero luego iba a lo suyo. Tenía a la vez mala leche y buen corazón. Al que veía que le hacía falta, le echaba una mano. En Pozoblanco lo conocía todo el mundo, igual que luego en Saint-Symphorien. La tía Regina lo debió de pasar mal en más de una ocasión por lo que me cuenta. Por ejemplo, el día que el tío venía borracho y se salió de la carretera en un puente. Resultó ileso, afortunadamente, pero se fue a casa a dormir dejando el coche en mitad de la carretera. Cuando la policía vino a interrogarlo, montó en cólera y los echó con cajas destempladas. Si no lo detuvieron es porque él sabía como comprar la complicidad de la autoridad. Yo lo recuerdo cuando venían a visitarnos a Barcelona conduciendo un magnífico Citroën “Tiburón”, como se llamaba en España al famoso DS, la estrella de la ingeniería automovilística francesa. Yo estaba muy orgulloso de ello y lo contaba luego en el colegio imbuyéndome de gloria reflejada: “mi tío tiene un Tiburón”.

 

 

El noviazgo de la tía Regina y el tío Egea fue accidentado. A mi abuelo Manuel no le gustaba como yerno por su fama de pendenciero, frecuentador de los garitos de la calle Nueva. Como ya su padre se había opuesto en su día a un pretendiente anterior, esta vez ella puso mayor resistencia y, al final, logró salirse con la suya.

Ese novio anterior se llamaba Alejandro. Era un chaval con estudios, un bachiller como se decía entonces, es decir, de una clase muy superior a la de mi familia, que eran campesinos sin estudios de ningún tipo. El abuelo Manuel había conseguido el puesto de santero de la ermita de la Virgen de Luna, patrona de Pozoblanco, que está a unos diez kilómetros del pueblo y allí es donde residían desde el fin de la Guerra Civil. Como eran ocho hermanos, los domingos por la tarde hacían unas bucólicas fiestas campestres que parecen salir de las églogas españolas del siglo XVII. Un pastor tocaba la guitarra y todos bailaban, celebrando el día de descanso laboral. Poco a poco se corrió la voz y se juntaban jóvenes  de todos los cortijos cercanos.

Entre ellos estaba el bachiller Alejandro, que se quedó prendado de la tía Regina, como Don Quijote de su Dulcinea. Vivía en Villanueva de Córdoba, un pueblo hermano de Pozoblanco. Al abuelo Manuel le parecía mal porque sabía que los padres de él jamás permitirían que el romance prosperase y, por tanto, temía que su hija terminara siendo humillada, dejando el honor familiar en entredicho.

Debido a esta oposición, el chico tuvo prohibido unirse a aquellas fiestas dominicales, pero le enviaba semanalmente sentidas cartas de amor. Como ella no sabía leer por aquel entonces, se las leía y respondía una pastora que se llamaba Dionisia. Para evitar sospechas, la tía Josefa, que era entonces muy pequeña, se encargaba de llevar las cartas a la estación de La Jara, entre Villanueva y Pozoblanco, desde donde las mandaba a Alejandro para que no las interceptara el abuelo Manuel. La tía Josefa, que tenía solo nueve años, corría entusiasmada, campo a través, sintiéndose importante por ser confiada con la secreta misión de intermediaria en los asuntos amorosos de su hermana mayor. Cuando volvía con una nueva misiva, todas las hermanas querían saber qué es lo que traía escondido pero ella respondía con burlona insolencia a sus hermanas mayores que eso no era cosa para las niñas chicas.

Alejandro Buenestado Luna era un chico sensible y bien plantado. Sus cartas tenían un lirismo engolado que obnubilaba a mi tía. La relación terminó abrupta y cruelmente cuando la Dionisia, burlona y celosa, decidió jugarle una mala pasada a la tía Regina. Le mandó una carta tan llena de vulgares procacidades que el pobre chico se quedó traspuesto, viniendo de aquella chica campesina a la que él tanto había idealizado. Al cabo de unos días, respondió con su habitual estilo florido: “Yo que me pensaba que eras una rosa, y resulta que eras una niña asquerosa”. Ya nunca volvió a presentarse en las fiestas de los domingos ni la tía volvió a verlo.

No obstante, a sus 90 años, ella aún recuerda con un gran cariño aquel viejo amor de juventud, así como con resignada nostalgia. Hará unos diez años, estando de vacaciones en Pozoblanco con dos sus dos hijas y la tía Josefa, insistió en ir a Villanueva. Una vez allí, haciéndose la despistada, las llevó a la calle en la que había vivido aquel Alejandro Buenestado Luna. Mi tía Josefa, la mensajera, se dio cuenta y se lo dijo entre risas. Un bonito momento de complicidad a través del tiempo entre las dos hermanas y una prueba dolorosa de cómo las heridas de amor persisten en el tiempo, sin terminar nunca de cicatrizar.

 

 

El tío Egea siempre quiso irse a Francia, atraído por su hermano Boni y por su propia incomodidad con el sanguinario régimen franquista, que había asesinado a toda su familia. Había intentado cruzar la frontera ya una vez antes, a finales de los años cuarenta, pero la aventura acabó muy mal.  Entonces estaba ya de novio con la tía Regina, aunque mi abuelo se oponía al noviazgo,  y la verdad es que algo de razón tenía para recelar de él. Tal vez el abuelo Manuel detectara con ese sexto sentido que tienen los padres siempre que, junto con ese gusto por la juerga, esa tendencia anárquica y ese carácter fuerte, el tío Egea poseía también una cierta insensibilidad hacia los sentimientos de los demás, como efectivamente demostró la manera en la que planeó su desastroso primer intento de cruzar a Francia.

Había nacido en 1923. Era hijo de viudo, y tenía seis hermanos de los que dos habían muerto ya en la guerra.  Como sabemos, Boni se había pasado a Francia tras la caída de Barcelona.  Otro, Miguel, se había tirado al maquis tras la victoria franquista pero se cansó viendo que aquella resistencia era inútil y, como él no había cometido delitos de sangre, pensó que no lo matarían, así que había regresado al pueblo tras un tiempo emboscado en las montañas. Pero en cuanto volvió, un chivato informó a la Guardia Civil, que se lo llevó a la cárcel del pueblo y ya nunca más se supo de él. Igual suerte corrió su hermano Ángel, al que fueron a buscar allá donde estaba trabajando y ya nadie supo más de él tampoco. Al tío Antonio lo dejaron vivo por ser demasiado pequeño.

No es extraño pues su empeño en huir de España en cuanto tuvo edad para hacerlo. Lo que quizás sea menos comprensible es que planeara esa escapada sin decirle nada a mí tía Regina, que solo se enteró de ello cuando llegaron noticias al pueblo de que su novio, a quien ella hacía de viaje de negocios en la provincia de Ciudad Real, había sido detenido en Irún y estaba preso en San Sebastián.

Ella se puso furiosa, lógicamente, y no quiso saber nada de él aunque luego, cuando salió tras cumplir una condena de tres años en la prisión de Córdoba, la relación se reanudó. Los caminos del amor, ya se sabe, son inescrutables como los de la providencia divina, y el que no haya perdonado una travesura a un amor es que no ha amado nunca a nadie. El tío Antonio además de ser un hábil hombre de negocios, era, evidentemente, también un consumado seductor.

Quien informó con gran deleite a la tía Regina de la desventura del tío Antonio fue un sargento de la guardia civil, un tal Miguel, que también la pretendía.  Vino a buscarla a su casa y le soltó saboreando su triunfo: “¿Dónde decías que estaba tu novio?”. Ella contestó que en La Mancha con las mulas, haciendo un viaje. Fue entonces cuando le dio la noticia de que lo habían detenido intentando pasarse a Francia junto con un hombre y una mujer, los dos también del pueblo. Estos eran un primo suyo y una mujer cuyo marido estaba también en Francia desde la caída de Barcelona, como el tío Boni. A ella la soltaron pero a él lo tuvieron tres años preso, primero en San Sebastián y luego en Córdoba.

Ella, desconcertada, sintiéndose a la vez humillada y burlada, rompió el noviazgo. Poco a poco ese sargento Miguel empezó a camelarla. A ella le gustaba verlo, tan bien plantado y con el fusil; él sabía también cómo ganársela, viéndola vulnerable como ella estaba. Un día, la llevó engañada a un almacén de tejidos con la excusa de que quería consejo sobre el mejor paño para hacerse un traje. Ella al principio se negó porque no le parecía apropiado que la vieran con un hombre que no era su novio, pero luego no vio nada malo en ello y le acompañó. Una vez en la tienda él consiguió convencerla para que aceptara una tela para un vestido, como en la canción  “Ojos Verdes” (“Serrana, para un vestido yo te quiero regalar…”).

Pero de nada le sirvieron al sargento su dispendio y su estrategia de seducción, pues al final mi tía volvió con el tío Antonio al salir él de la cárcel de Córdoba. Para más oprobio, con la tela que él le había comprado, la tía Regina terminó haciéndose el ajuar de boda y confeccionando el vestido de nacimiento de mi prima Mercedes.

Recuerdo mi primera visita a las tías de Francia en 1976. Nos llevó mi padre en su coche, un Renault 4L, y mi primo Manuel, hijo de mi tía Nicasia, vino de copiloto para ayudarle a navegar por las carreteras del país vecino y ocuparse de cualquier intercambio con los nativos, pues hablaba un francés bastante bueno.

Lo pasamos estupendamente y nunca le agradeceré lo suficiente a mi tío Miguel y a mi tía Josefa haber recibido con tanto cariño y generosidad a aquellos adolescentes que éramos. Aunque visitamos a la familia de mi tía Regina en Saint-Symphorien, estuvimos alojados casi un mes en Saint Médard-en-Jalles, donde vivía y sigue viviendo mi tía Josefa. Sin duda debió de suponer una alteración de la rutina familiar, pero no recuerdo que mostraran ninguna señal de cansancio. Al contrario, nos acogieron con una enorme naturalidad, encantados de compartir su vida con nosotros durante aquellas inolvidables semanas.

Para entonces la tía Josefa y el tío Miguel estaban ya muy bien instalados y mis primos perfectamente afrancesados. Mi tía Josefa, que limpiaba casas, había terminado intimando con una de las señoras para las que trabajaba. Era una profesora de universidad que estudiaba español y sugirió organizar un grupo de intercambio en el que hablaran en español y francés, de forma que ella mejorara la lengua del país y las otras el español, aprendiendo la lengua coloquial, tan diferente de la abstracción que se enseña formalmente. El grupo funcionó muy bien y terminaron organizando meriendas y visitas a actividades culturales en Burdeos, lo cual contribuyó a que mi tía se encontrara muy a gusto en su país de adopción. Por su parte, el tío Miguel también terminó adaptándose, pues yo lo recuerdo jugando a petanca y bebiendo Ricard en los bares, como un nativo más. Mi prima Jeanine había terminado el bachillerato y estaba dudando si estudiar dibujo publicitario en París o en Barcelona, adonde finalmente decidió ir. La prima Virginie tenía entonces unos diez años y el primo Manuel unos dieciséis.

Poco tiempo después de nuestra visita, Manuel iba a tener su propio encuentro trágico con la historia. Tenía un amigo, Hervé, que despertaba mi incipiente deseo homosexual. Ninguno de los dos era buen estudiante. Fumaban Gitanes todo el día y adoptaban aires de “jeunes ennuyeux”, aunque eran en realidad un par de chicos de provincias a los que les gustaba soñarse en grande. Los dos hablaban de dejar los estudios y alistarse como voluntarios en el ejército antes de ser llamados a hacer el servicio militar, obligatorio entonces en Francia. Tanto Manuel como Hervé pensaban elegir un destino exótico en alguno de los departamentos franceses de ultramar, imaginando una vida de glamur en un sitio cálido como Tahiti o Martinica, rodeados de bellezas exóticas bajo el sol de los trópicos, nadando entre arrecifes de coral.

Desgraciadamente, ninguno hizo realidad aquel sueño suyo de exotismo y vida fácil. Los dos murieron jóvenes. Hervé de causas que mi prima desconoce y el primo de una enfermedad agónica que contrajo en Yibuti, una pequeña colonia francesa en el cuerno de África, a la que fue destinado cuando lo llamaron a hacer el servicio militar.

En 1977, tras un referéndum, se declaró la independencia total de Francia de ese territorio, que había cumplido una función estratégica desde la apertura del Canal de Suez. Francia, no obstante, continuó teniendo una presencia militar y de ahí que lo enviaran a hacer el servicio allí.

Se alistó en 1979 y permaneció un año como miembro del ejército regular. Lo licenciaron en  1980 y regresó a Francia ya gravemente enfermo, sufriendo de una condición muy debilitante. Perdió peso hasta convertirse prácticamente en un esqueleto. Pasó dos años entrando y saliendo de hospitales, hasta que murió el 4 de agosto de 1982.  La tristeza por la muerte del primo Manuel pervive en el corazón de todos, como pervive también en mí la memoria de aquel malogrado Hervé, mi propia versión de ese recuerdo indeleble que deja un primer amor, aunque en mi caso fuera solo el despertar de un vago deseo.

Recuerdo el capítulo de mi libro de historia dedicado a la Edad Moderna. Estaba ilustrado con el famoso cuadro de Delacroix, “La libertad guiando al pueblo”. En él aparece la personificación de la República Francesa, con un pecho descubierto, enarbolando la bandera tricolor. Para mí, como para tantos otros españoles criados bajo la dictadura franquista, eso era lo que Francia significaba: un santuario de libertad, el lugar al que escapar y donde se podía respirar si España te causaba problemas.

Aquel verano de 1976 fue para mí uno de esos inolvidables veranos que marcan el paso de la niñez a la adolescencia.  En la radio francesa sonaban Julian Clerc, Dalida y Claude François. Era también el año en el que el cineasta español Carlos Saura había ganado el Premio del Jurado del Festival de Cannes con su película “Cría Cuervos”,  y la canción que aparecía en ella, “¿Por qué te vas?”, se escuchaba también a todas horas. Para nosotros, españoles acomplejados por todo lo que he mencionado antes, era una fuente de orgullo. También recuerdo una canción muy pegadiza que ponían mucho  en la radio aquel año y que mi prima Virginie tarareaba: “La ballade des gens heureux”, que cantaba Georges Lenorman.

En 2014 hicimos una gran reunión familiar en Saint Symphorien, en el gran café del Centre Ouvrier Associatif, la sede del sindicato de los trabajadores de la resina, un lugar agradable y cómodo, de mesas de mármol antiguas y gran barra de madera, un espacio espléndido con ese nombre de resonancia republicana, el perfecto escenario para nuestra gran celebración de unidad familiar. Allá cenamos y bailamos todos hasta la madrugada. La tía Josefa, a pesar de todas las penas que ha pasado, tiene una incombustible “joie de vivre”. Fue la estrella de la fiesta. Se vistió de bruja y nos tomó el pelo a todos tirando fajos de billetes falsos de quinientos euros que había comprado en una tienda de servilletas de papel. Vino familia de Barcelona, de Pozoblanco, de París y de Londres  y allí brindamos por esa Europa que millones de familias como la nuestra construyeron a base de mucho trabajo, mucho sufrimiento pero, sobre todo, mucha ilusión.

A la mañana siguiente, Monsieur Pierrot, el encargado del bar del sindicato, luciendo su bigote de galo de cómic de Astérix, nos mostró con orgullo el homenaje que en 2009 rindieron a los exiliados españoles del pueblo, muchos de los cuales se unieron a la Resistencia durante la ocupación Nazi. El entonces alcalde de Saint-Symphorien, Guy Dupiol, era él mismo hijo de combatientes españoles refugiados.

Durante la ocupación, los alemanes establecieron dos depósitos de municiones cerca del pueblo. El más importante estaba en Jouhanet y el segundo en Martchand. Ambos estaban bajo la responsabilidad de una unidad destacada en La Burthe. En la confusión de los últimos días de la guerra, el general al mando de la región había ordenado a sus tropas volar aquellos depósitos de armamento, pero los maquis de la resistencia se apresuraron a tomarlo, impidiendo que su voladura destruyera todo el pueblo. Dos de estos valientes eran exiliados de la Guerra de España.

En el homenaje que se les hizo en el Cercle en 2009, mi prima Pepa trajo una bandera republicana española, pero el alcalde se negó a enarbolarla porque venía el cónsul español y no quiso causarle incomodidad. Mi prima decidió no asistir al acto como protesta.

No se me ocurre un mejor lugar para celebrar nuestra reunión familiar que ese Cercle Ouvrier Associatif de St Symphorien, allá en medio de las Landas, donde una sección de la familia terminó echando raíces profundas, tras escapar de la pobreza y la brutalidad de la Andalucía franquista de los años cincuenta.

Guerra y paz en Pozoblanco

La historia de España, como la de la mayor parte del mundo, es rica en episodios tristes pero de todos ellos resulta quizás particularmente lacerante la Guerra Civil que tuvo lugar entre 1936 y 1939,  una tragedia que todavía tiñe y envenena la vida nacional debido a la mala resolución del conflicto que fue la llamada transición española.  Tras la victoria de los sublevados fascistas en 1939, el General Franco gobernó el país con despiadada mano de hierro durante cuarenta años. No hubo piedad con el enemigo, que fue eliminado sin escrúpulos. A su muerte, hubo un proceso de gradual apertura política que culminó en la constitución española de 1978 y el retorno de la democracia al país. Fue un proceso difícil en el que todas las fuerzas políticas tuvieron que transigir a fin de alcanzar un acuerdo. Desgraciadamente, esto supuso pasar de puntillas sobre los desmanes del pasado, silenciándolo en aras de la reconciliación nacional.

Mi padre tenía cinco años cuando se inició el conflicto civil y ocho cuando terminó. A pesar de esa juventud, tiene memorias vívidas de aquellos trágicos tiempos. Como me dijo un día mientras almorzábamos: “¡Cómo no me voy a acordar de la guerra!”. Un chaval de ocho años era ya prácticamente un adulto entonces, cuando se empezaba a trabajar a los nueve años, poco tiempo para mimos y sobreprotecciones dejaba pues la acuciante necesidad de labrar la tierra.

Cuando estalló la Guerra, según cuenta mi padre, mi abuelo Manuel Casillas tenía un quiosco de periódicos en la Calle Real de Pozoblanco, donde vendía entre otros la prensa de derechas. Esto no era nada extraordinario en tiempos de paz, pero iba a ponerle en peligro la vida en el contexto bélico. Pozoblanco se mantuvo leal a la República cuando se produjo el alzamiento fascista de 1936. El General Queipo de Llano se unió a los militares rebeldes y rápidamente tomó el control de Sevilla, Córdoba y la mayor parte de Andalucía, pero no consiguió tomar el Valle de los Pedroches, que a partir de entonces y durante los tres años de duración del conflicto iba a convertirse en salvaje frente de guerra. Pozoblanco resistió hasta el fin, cayendo finalmente en 1939, después de la caída de Barcelona y poco antes de que cayera finalmente Madrid, la ciudad heroica del “No pasarán”.

Queipo de Llano fue un notable asesino en masa que ordenó una despiadada represión dentro de los territorios ocupados. También es tristemente célebre por ser, según el historiador Ian Gibson, quien en última instancia sancionó el asesinato del poeta Federico García Lorca en Granada, sentenciando por teléfono con su voz ruda y aflautada, una voz de mariquita reprimida, la frase: “Dale café, dale mucho café”, que en la jerga fascista de aquellos días era un acrónimo de la expresión “Camarada, Arriba Falange Española”, una expresión que se usaba lamentablemente para ordenar ejecuciones. No hay por lo visto pruebas de que eso fuera así, excepto el testimonio de una operadora de la Telefónica de Granada, quien al parecer se lo contó a su familia. No obstante, la orden parece en consonancia con el carácter del personaje.

Desde su posición en Sevilla, Queipo de Llano actúo como un auténtico virrey de Andalucía. Había aprendido de Hitler y Mussolini el poder de la radio como medio de propaganda y cada noche a las diez retransmitía desde Sevilla sus arengas para minar la moral del campo republicano usando un lenguaje soez y vulgar.

Mas Pozoblanco se le resistió cuando lanzó su ofensiva de 1937, que resultó en heroica victoria para los republicanos capitaneados por el General catalán Pérez Salas. El chistoso General fascista no logró tomar el Valle de los Pedroches, forzándole a retirarse a la sierra, una victoria republicana que quedó un tanto oscurecida por la rotunda y simultanea victoria de las tropas leales en la Batalla de Guadalajara, que impidió el avance de las tropas rebeldes hacia Madrid. Durante el resto del conflicto, los Pedroches se convirtieron en encarnecido frente entre ambos contendientes.

 

En ese contexto, la venta de periódicos conservadores en el quiosco del abuelo Manuel era toda una afrenta a las autoridades republicanas, que habían prohibido lo que consideraban lógicamente propaganda fascista. Al parecer, toda la familia Peñas era firmemente republicana pero el mi abuelo, como muchos otros jóvenes del pueblo en aquel tiempo, había sido educado por los padres salesianos y tenía mucho respeto por la religión.

Como nos cuenta el historiador local Gabriel García de Consuegra Muñoz en su libro sobre Pozoblanco a principios del siglo XX, esta orden francesa ultraconservadora se había instalado en el pueblo con el objetivo expreso de impedir el avance de las ideas modernas que habían atrapado la imaginación de muchos pozoalbenses. Este historiador nos cuenta que en la segunda mitad del siglo XIX la sociedad del pueblo, como la de todo el país, se había dividido en tres grupos: los liberales, los conservadores y los republicanos. Los dos primeros grupos eran ambos conservadores y prácticamente indistinguibles, excepto en el tema de la religión. Los liberales estaban en contra de la excesiva influencia de la Iglesia Católica en la política nacional, considerando que la fe era una cuestión privada de cada cual. Se habían beneficiado enormemente de la venta de las propiedades de la Iglesia en las diferentes desamortizaciones que tuvieron lugar en el siglo XIX y habían utilizado las ganancias para invertir en la industria textil que proveía a las últimas colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, así como, cuando estas se perdieron en 1898, al mercado peninsular.

Pozoblanco era desde mucho antes de la revolución industrial, un centro de manufacturas textiles especializado en la producción de mantelerías, servilletas y bayetas. Antes de la llegada del ferrocarril se habían servido de una red de arrieros de mulas que distribuían la producción por todo el país y enlazaban con los puertos de exportación. Como en todo el mundo, la llegada del ferrocarril a Los Pedroches en 1895 actuó como correa de trasmisión de las nuevas ideas que hacían furor por toda Europa: el Darwinismo, el Marxismo y Freud, las cuales chocaban con los viejos privilegios que la Iglesia Católica disfrutaba en España desde los tiempos de la Reconquista.

La familia Peñas era pues republicana, según mi padre, es decir, gente progresista. Mi bisabuelo Fernando era minero, una profesión en la que el Partido Socialista Obrero Español, recién fundado por Pablo Iglesias había cosechado un lógico éxito, ya que se presentaba como el defensor de los trabajadores frente a los poderes tradicionales. La Iglesia, viéndose amenazada, se alió con la clase terrateniente para conspirar juntos contra liberales, republicanos y socialistas, azuzando un crescendo de hostilidades que terminarían chocando catastróficamente en esa terrible Guerra Civil de 1936-1939.

Imagen reproducida con permiso del archivo municipal de Pozoblanco

 

Mi abuelo Manuel había caído pues en la órbita de esos ultraconservadores hermanos salesianos que, como se ha dicho, tenían la misión de utilizar la educación como caballo de Troya de sus ideas. En contra de toda su familia, él se había convertido en un beato convencido, algo por lo que a la larga, una vez terminada la Guerra, iba a resultar recompensado con el cargo de “santero” o custodio  del Santuario de  la Virgen de Luna, patrona tanto de la vecina localidad de Villanueva de Córdoba como de Pozoblanco; y que tiene una pequeña ermita a pocos kilómetros del pueblo, en la carretera de Villanueva de Córdoba, un lugar paradisiaco de suaves dehesas de encinas y olivos en los que se crían piaras de cerdos ibéricos, ganaderías de toros bravos  y caballos pura sangre.

Vender la prensa conservadora era un delito grave en la zona republicana, y mi abuelo debería haberlo sabido. No obstante, parece que su santurronería le cegó y cuando fue descubierto tuvo que huir para salvar la vida, refugiándose en un campo de los alrededores del pueblo con toda la familia. La historia es que mi abuela Josefa había tenido un pretendiente anterior al que había rechazado en favor de mi abuelo y fue él quien, al tener noticia de su escondrijo, lo denunció, forzando a mi abuelo a correr a esconderse al monte acompañado de su hija mayor, la tía Regina. El monte en esos días de venganzas y represalias estaba lleno de gente huida para ponerse a salvo de las matanzas, muchas indiscriminadas y sin juicio previo, que tenían lugar a diario. Mi padre dice que cuando aquel amante desdeñado apareció inesperadamente en el chamizo donde la familia se había refugiado, el caballo que montaba lo tiró de la silla y se rompió una pierna, lo que fue causa de regocijo general y agravó el resentimiento de aquel hombre contra mi abuelo. De alguna manera, consiguió volver al pueblo y organizar una partida de linchamiento, pero resultó que el jefe de esa cuadrilla no era otro que Félix, el hermano de mi abuelo, que era republicano como todo el resto de los Peñas, y se negó a matarlo, salvándolo así a él y toda la familia.

Este tipo de venganzas personales disfrazadas de motivaciones políticas era muy común en ambos bandos de la contienda civil. Se trata de una de las más espantosas consecuencias de los conflictos armados en general, pero muy particularmente de los conflictos civiles, donde a menudo los miembros de una misma familia tomaron posiciones contrarias, por razones económicas o simplente por ajustes de cuentas y viejas rencillas entre distintas ramas familiares, o incluso entre hermanos de sangre.

 

 

Cuando la guerra terminó y los fascistas tomaron finalmente el control del Valle de los Pedroches, se desató una represión tremenda contra todos aquellos que hubieran de alguna manera, siquiera tangencial, participado en la República. Esto forzó un nuevo éxodo hacia las sierras de los alrededores. Aquel antiguo pretendiente de mi abuela fue asesinado sin contemplaciones, igual que muchos otros, en una orgía de violencia y ajustes de cuentas imparable. Entre esta gente que se echó al monte había pandillas que se comportaban de forma muy similar a los legendarios bandidos que camparon a sus anchas por Sierra Morena durante el siglo XIX. No obstante, las nuevas tecnologías hicieron que, a diferencia de aquellos bandidos de antaño, estos nuevos bandoleros no iban a poder sobrevivir por mucho tiempo. Mi prima Jeanine de Burdeos, la hija de mi tía Josefa, quien luego vino a estudiar a Barcelona, se casó y ya se quedó en Cataluña en una nueva ola de migraciones familiares, cuenta la historia de un tal “cara quemá” que le había oído a mi tía Nicasia, con la que vivió varios años cuando vino a Barcelona para estudiar.

Este hombre era el líder de una cuadrilla de maquis, es decir de los que se habían tirado al monte escapando de la represión. Aparecían por la Virgen de Luna, adonde se había mudado la familia Peñas cuando a mi abuelo Manuel lo nombraron santero o custodio de la pequeña ermita que encierra la imagen santa de la patrona del pueblo y de la vecina Villanueva de Córdoba. Se trataba de republicanos que se negaban a aceptar el nuevo orden fascista y que actuaban aparentemente como supuestos Robin Hoods, robando a los ricos para dárselo a los pobres, aunque no siempre estaba claro que fuesen tan altruistas. A menudo robaban ovejas para comer pero también para perjudicar los intereses económicos de los terratenientes triunfantes. Poco a poco la Guardia Civil, la policía rural española, los iría eliminando a todos en sucesivas emboscadas.

Imagen reproducida con permiso del archivo municipal de Pozoblanco

 

 

Imagen reproducida con permiso del archivo municipal de Pozoblanco

Imagen reproducida con permiso del archivo municipal de Pozoblanco

“Cara quemá”  fue el último de los maquis. Según lo que mi tía Nicasia, que en paz descanse, contó a mi prima Jeanine, las tres Peñas mayores, mis tías Regina, Ana y Nicasia, se lo habían encontrado muchas veces mientras cuidaban de sus ovejas por los alrededores de la Virgen de Luna. Nunca les atacó ni les importunó. Al contrario, ellas a menudo le ofrecieron agua y comida, que él les agradecía mucho. Parece que, a fin de sacarlos a él y a sus hombres de sus escondrijos en el monte, la Guardia Civil usaba como cebo a la madre y la hermana del “Cara quemá”, forzándolas cada noche a ir por los campos y los desmontes llamándolo y exhortándolo a entregarse para que no las mataran a ellas. Cuesta imaginar una tortura más horrible para las pobres mujeres inocentes, pero así se las gastaba la Guardia Civil Española.

En tiempos más felices, mi tía Regina había sido buena amiga de esa pobre desdichada. Era la hija mayor y se llamaba Rafaela. Mi tía dice que no era él quien tenía la cara quemada, sino un antepasado suyo, pero que se había quedado ya la familia con el mote. Eran una familia de pastores y como tales habían vivido siempre en el campo cuidándose de sus rebaños, pero en algún momento habían venido a vivir a Pozoblanco mismo y, como eran muy pobres, se habían construido una chabola con ramas de árbol en la calle del Ángel, que está justo en el centro del pueblo. La tía Regina los había visitado allí y dice que vivían en la más tremenda miseria. Se conoce que un día, acuciado por el hambre, este hombre robó una gallina de un vecino para que se la comieran sus padres. Alguien debió de saber del robo y lo denunció a la policía, quienes vinieron a arrestarlo. No obstante, parece que salió libre con solo una reprimenda hasta que desapareció una segunda gallina y también él fue acusado del hurto. Él protestó su inocencia, pero, como no le creyeron, huyó al monte y se unió a los maquis que estaban allá escondidos desde la victoria franquista. A partir de entonces, cualquier delito que se cometiera en el pueblo se le achacaba al “Caraquemá”, aunque la mayor parte de las veces él no tuviera nada que ver con ello.

Noche tras noche la Guardia Civil sacaba del pueblo a aquellas dos mujeres, forzándolas a suplicarle que se entregara pero, como nunca lo hizo, una noche las mataron a las dos en un lugar entre la ermita de la Virgen de Luna y la cercana  estación de ferrocarril de La Jara. Mi tía no sabe más porque para entonces ella se casó con mi tío Antonio Egea y ya se vinieron a Francia. Lo que si recuerda bien es que la jovencita quería mucho a su madre y siempre iba con ella. Por lo visto la mataron cuando se interpuso entre los guardias y su madre intentando que no la mataran, muriendo así las dos abrazadas.

Imagen reproducida con permiso del archivo municipal de Pozoblanco.

Verdaderamente cuesta creer a veces la crueldad de la gente. Eran muy buenas personas, que no merecían en absoluto el maltrato que sufrieron. Su único crimen había sido ser pobres y soñar con un mundo mejor. Mi tía Regina no las ha podido olvidar jamás. Las recuerda desgañitándose en la noche: “Que nos van a matar! ¡Entrégate!”; llamando a las puertas de la casa donde vivían los Peñas, en la Virgen de Luna, pidiéndoles agua.

Ejecuciones sumarias como las de esas pobres mujeres eran moneda corriente en la posguerra española, cuando la vida humana no valía nada. Ese reino del terror continuó durante muchos años, pero la partida estuvo pronto terminada para aquellos maquis. La guardia civil los liquidó a todos.

La situación económica de España tras la victoria fascista fue muy dura para todos. La guerra había paralizado la actividad agraria e industrial durante tres años. Además, La Segunda Guerra Mundial empezó al poco tiempo, lo que significó que no hubo acceso a las materias primas necesarias para la reconstrucción del país incluso si hubiera habido dinero para comprarlas, que no lo había. Para colmo, el victorioso General Franco se rodeó de un gabinete de ministros militares totalmente incompetentes, movidos por principios ideológicos más que por motivaciones pragmáticas y con escaso conocimiento de las realidades económicas. Pensaban, de forma insensata, que España podía y debía ser autosuficiente, diseñando un desastroso programa de recuperación basado en la autarquía que condujo al hambre y la escasez. Con el tiempo tuvo que ser abandonado ya que el PIB nacional se hundió al 40% de la media de las naciones europeas. En esas circunstancias, Franco expulsó a los ministros “ideológicos” y los sustituyó por “tecnócratas”, jóvenes neoliberales que abrirían el país a la inversión extranjera, poniendo en práctica unos planes de desarrollo que poco a poco irían dando resultado. Sin embargo, los niveles de producción agraria de antes de la guerra no se volvieron a alcanzar hasta 1958.

 

 

 

 

Para ese tiempo, muchos campesinos andaluces ya habían empezado a abandonar el país, emigrando a Francia, como mis tías Regina y Josefa, a Alemania o aún más lejos, cruzando el Atlántico hacia Argentina, Venezuela o México. El nuevo orden económico fue auspiciado por los Estados Unidos, con los que el dictador firmó unos convenios de defensa en 1953. A cambio de una inyección de capital norteamericano, Franco permitía a la administración de Eisenhower instalar tres bases militares en suelo español. La clase media empezó a crecer a medida que la economía se reactivó por el efecto combinado de la liberación del comercio y las inversiones de capital norteamericano.

Esto dio lugar también a problemas, pues el sistema corrupto e ineficaz no iba a poder satisfacer las mayores expectativas de la población. El desarrollo fue desigual y mal repartido. Se concentró en ciertos lugares, como Cataluña, Bilbao y Madrid, además de en aquellas zonas costeras escogidas para el desarrollo de la industria turística. Las clases trabajadoras de Europa Occidental iban a venir masivamente a España a disfrutar de las vacaciones pagadas que se generalizaron por todas partes, buscando lo que no encontraban en sus países desarrollados: el sol. Aquel sol de justicia español del que mis antepasados campesinos se habían intentado proteger toda la vida, se convirtió en un deseado producto de consumo por el que se pagaba generosamente. El resultado fue un movimiento masivo desde las zonas rurales a esos nuevos focos de modernidad y desarrollo. Recuerdo bien la ironía con la que mi madre miraba los cuerpos desnudos en las playas de Barcelona: “! Con los que nos hemos escondido del sol en los campos!”, decía.

La familia Peñas, mi padre sus seis hermanas y mi tío Manolo, que nació en 1944, vivieron un tiempo mal que bien gracias a los animales que cuidaba mi abuelo Manuel para el patronato de la Virgen de Luna, donde por las noches estuvieron oyendo los aullidos y lamentos de aquellas desdichadas mujeres, hasta que fueron brutalmente silenciadas por aquel que se jactaba de haber salvado a España, aunque hubiera tenido que matar a medio país para conseguirlo. Café, mucho café, ciertamente.

 

 

Así pues, gracias a la ayuda norteamericana, tras una década de estancamiento, con los precios triplicados, un mercado negro brutal y escasez y pobreza generalizadas, el régimen empezó a dar sus primeros y vacilantes pasos hacia la recuperación económica, olvidando aquella estúpida pretensión de auto-suficiencia. A medida que los Peñas fueron abandonando la niñez, comprendieron que no había futuro en la vieja agricultura de subsistencia, así que la emigración al extranjero o aquellos polos de desarrollo franquistas  fue convirtiéndose en una opción cada vez más atractiva. Una vez casados y con hijos, todos empezaron a dejar el pueblo a finales de los años cincuenta y sesenta, buscando en otros lugares mayores oportunidades de desarrollo y posibilidades de educación para sus hijos, huyendo de las penalidades y fatigas de la España rural,

Con el tiempo, esa prosperidad fruto de los planes de desarrollo económico franquistas también alcanzaría a Pozoblanco. En 1959, se fundó la COVAP o “Cooperativa del Valle de los Pedroches”, un esfuerzo empresarial exitoso que ha traído riqueza al pueblo gracias a la racionalización tanto del esfuerzo productivo como de la distribución de las rentas agrarias. La cooperativa se convirtió en una compañía fuerte que puede negociar con los poderosos intermediarios gracias a la agrupación de los recursos y del “know how” necesario para acceder a los mercados tanto extranjeros como nacionales.

Por desgracia, el éxito de esta iniciativa tardó algún tiempo en materializarse. Muchos habitantes del Valle de los Pedroches, al igual que muchos andaluces, se sintieron traicionados por aquellas autoridades franquistas que concentraron los recursos disponibles -escasos a pesar de la generosidad del Tío Sam- en ciertas zonas, dejando desamparadas a otras. Esto supuso dejar a su suerte a vastas áreas agrarias de España, confiando en que la resultante migración a los polos de desarrollo suavizara ese desequilibrio en la inversión pública.

En mayor o menor medida, todos los Peñas consiguieron alcanzar ese mayor bienestar buscado, contribuyendo cada uno de ellos a lo que a veces se ha llamado el “milagro español”, esa versión menguada y menos exitosa del “Wirtschaftswunder” alemán, o del “Miracolo italiano”, la rápida reconstrucción y el desarrollo económico de Europa Occidental tras el desastre de la Segunda Guerra Mundial. Un “milagro” caústicamente representado por el genial director de cine Luis Berlanga en su célebre película “Bienvenido Mr Marshall”, en la que la población de un pueblo medio español  se ilusiona inocentemente con la anunciada llegada del Presidente norteamericano, que al final consiste en un rápido cruce de la cabalgata presidencial por las calles del lugar sin ni siquiera aminorar la marcha.

Irónicamente, fue la familia de mi tío Juan y mi tía Ana, quienes regresaron a Pozoblanco tras probar fortuna brevemente en Barcelona, la rama que con el tiempo alcanzó un mayor bienestar, demostrando que, dadas las condiciones necesarias de acceso a la educación e igualdad de oportunidades, el progreso es posible en todas partes.

 

Mi abuelo Manuel Peñas Casillas murió a los 57 años, el cinco de mayo de 1955, tras una larga enfermedad. Mi abuela hizo todo lo que estaba en su mano para salvarlo, gastando todo el dinero que tenía a fin de ofrecerle un buen tratamiento, incluida una operación en Madrid a cargo de un experto cirujano que le habían recomendado en Córdoba. Se hallaba pues en una situación complicada y sin duda tuvo que tomar decisiones difíciles. Algunos años antes de que empezara a sentir los síntomas de su enfermedad, lo habían despedido como custodio del santuario de la Virgen de Luna, donde la familia había encontrado sustento durante los años difíciles de la postguerra. El puesto no tenía remuneración ninguna pero permitía al santero el beneficio de cultivar algunas tierras y criar animales. Además, mi abuela tenía el “privilegio” de poder ir pidiendo limosna de casa en casa ofreciendo estampillas con la imagen de la virgen, una ocupación que  le resultaba humillante pero, como dice el aforismo, la necesidad tiene cara de hereje y en las condiciones en la que se encontraba no le quedaba otro remedio que coger la burra e ir de casa en casa ofreciendo sus estampas. Como eran tiempos difíciles para todo el mundo, recibía poco dinero en metálico pero sí que le daban a menudo mantequilla, aceite y otros productos, también le daban ropa vieja que ella luego cosía, remendaba y arreglaba con gran pericia costurera. No obstante, lo más normal es que recibiera la respuesta de “santera, vuelva usted otro día que hoy no tenemos nada”.

La razón por la que fueron expulsados sin contemplaciones de aquel pequeño paraíso fue una disputa por la leña de unos árboles. Había tres o cuatro encinas muertas cerca del arroyo que cruza por las tierras cercanas al santuario y mi abuelo solicitó al patronato que se encargaba de la ermita permiso para cortarlos y hacer carbón para proveerse para el invierno. Este permiso le fue concedido y mi abuelo pidió a unos hombres del pueblo para que vinieran a cortarlos y hacer el carbón, un proceso que requiere experiencia que él no tenía. Parece ser que, bien por un malentendido o con mala intención, estos hombres no solo cortaron los árboles muertos, sino también otros para los que mi abuelo no había recibido permiso. El patronato eclesiástico consideró esto una grave falta por parte de mi abuelo, así que decidieron retirarle la confianza y expulsarlo del cargo. En aquella época el carbón vegetal era la principal fuente de combustible del pueblo y por tanto los árboles eran una fuente de riqueza. Cortarlos sin permiso del dueño era considerado un delito.

La expulsión tuvo lugar en 1949, un año antes de que se casara mi tía Regina con el tío Antonio Egea y, según cuenta ella, se dijo entonces que mi abuelo había cortado los árboles para pagar su ajuar y su dote. La familia había vuelto a su casa del pueblo pero, habiendo perdido los pocos “privilegios” que les ofrecía la posición de mi abuelo, todas las hijas se tuvieron que poner “a servir”, una salida habitual para las mujeres de la clase trabajadora en aquellos años.

Para cuando mi abuela y mi tío Manolo se van a Barcelona, la mayoría de las hijas ya estaban casadas y dos de ellas, mi Tía Regina y mi tía Josefa, habían ya emigrado a Francia junto con sus respectivos maridos. Como ya sabemos, los tecnócratas del General Franco no desarrollaron ningún plan de inversión o desarrollo en áreas rurales como la del Valle de los Pedroches, así que toda aquella mano de obra se vio obligada a emigrar a los nuevos centros de desarrollo en las ciudades del norte y en las áreas costeras, donde el boom del turismo acababa de comenzar. Las inversiones estatales se concentraron en ciertas zonas.

La reforma agraria que había sido la aspiración y el gran caballo de batalla de los gobiernos liberales a lo largo del siglo XIX se produjo finalmente no por medio del reparto de tierras soñado por los socialistas, sino por omisión, cuando la masa de jornaleros desposeídos simplemente se fue a las ciudades, dejando el campo despoblado para buscarse un futuro en Barcelona, Madrid, valencia, Bilbao o mucho más lejos, en Francia, Alemania o Venezuela.

El recuerdo de la guerra fue quedando lejos a medida que el dinero empezó a correr y la gente accedió a viviendas con baño, a cocinas equipadas con todas las comodidades modernas, vacaciones pagadas como en el extranjero y a los vehículos SEAT que se hicieron ubicuos en las carreteras españolas en los años sesenta y setenta. En esas circunstancias, los españoles miraban al futuro y estaban contentos dejando a los muertos reposar.

Hasta ahora, cuando una nueva generación que no está cegada por ese progreso material ha empezado a cuestionar el silencio impuesto sobre los abusos de poder de las tropas franquistas durante la posguerra y la brutal represión de las décadas siguientes. Los gobiernos han aprobado leyes de memoria histórica  a medida que esa nueva generación  ha ido exigiendo saber qué sucedió en aquellos años a sus parientes, enterrados en las cunetas de aquelas mismas carreteras por las que sus padres conducían sus SEAT.

 

 

Imagen reproducida con permiso del archivo municipal de Pozoblanco

 

El tercer arcángel

Yo no creo en fantasmas, soy demasiado racional. Tampoco creo en coincidencias. Sin embargo, allí estaba él, convertido en bronce, agachado sobre un plantel, trabajando, como siempre, para dejar el mundo mejor de lo que lo había encontrado. Había pasado muchas veces por ese mismo lugar sin reparar en aquella escultura que parecía él redivivo.

José Miguel Romero Pajuelo era mi mejor amigo, si es que alguno de mis muchos amigos merece esa distinción. Murió en el Hospital de Middlesex, Londres, el 17 de abril de 2004. El certificado de defunción firmado por el doctor señala como causa del fallecimiento una septicemia asociada a un proceso de cáncer. Además, Miguel era seropositivo. Un cúmulo de factores que cristalizaron en su muerte aquel mes de abril de 2004, si es que muerte es la palabra adecuada para referirnos a su ascensión a las cumbres de nuestro cariño y nuestra memoria.

Justo diez años después yo mismo había sido diagnosticado con un cáncer. Fue el día de mi primera cita con el oncólogo cuando tuve aquel encuentro. Había llegado pronto al hospital de Saint Bartholomew de Londres y, para hacer tiempo y distraerme, caminé un poco por las calles de alrededor sin importarme la llovizna londinense. En una pequeña placita en Roman Wall, la antigua muralla romana de Londres, en plena City, me topé con aquella estatua de bronce que, por su postura y la manera en la que le caía a la figura el flequillo sobre los ojos, me pareció una imagen de José Miguel. Me acerqué y entonces descubrí la inscripción: “The gardener”, la profesión que él había estudiado en la Escuela de Jardinería de Barcelona en sus últimos años y una actividad que se convirtió en su pasión.

Me senté frente a él, sorprendido, interpelándole, intentando encontrar un significado a ese inesperado encuentro. Al cabo de un rato, cuando las gotas de lluvia empezaron a mezclarse con las lágrimas, me levanté, abracé la escultura y besé aquellos labios metálicos, como intentando insuflarle vida con mi aliento. “Volveré”, le susurré al oído. “Uno de los dos tiene que sobrevivir y parece que me ha tocado a mí”.

Luego, en el hospital, me tomaron medidas para planear el lugar exacto por el que incidirían los rayos que esperábamos reducirían el tumor maligno. Mientras las enfermeras charlaban y me animaban con su charla simpática e intrascendente, yo no pude dejar de pensar en aquella estatua al jardinero anónimo en la acera sur de Roman Wall, en la City de Londres, un monumento oficial a Miguel. Si venís por Londres, no dejéis de ofrecerle una flor.

¿Casualidad? Ya he dicho que no creo en ellas. El inesperado encuentro me dejó impactado y allí sentado entre la hojarasca de otoño que se arremolinaba por el suelo decidí que mi próximo proyecto literario iba a ser el más ambicioso de todos: devolverle a la vida por medio de la palabra. Entrevistaría a todos aquellos que le conocieron y, a partir de los recuerdos de cada uno, surgiría una imagen que sería él y seríamos todos nosotros. Como, además, esa imagen estaría forzosamente teñida por mi interpretación, el retrato resultante no sería ni él, Miguel, ni yo, Rafael, así que decidí darle el nombre de “el tercer arcángel” a esta historia, pues lo que saldrá será una mezcla de él y de mí.

 

 

 

 

Lo conocí en la escuela primaria allá por 1974, cuando teníamos nueve años. Su familia se había mudado recientemente al barrio desde otra parte de Barcelona y por eso se unía tarde al curso en la vieja escuela San Juan de Ribera, en el barrio del Clot. El profesor del curso, el señor Ortiz, un fascista recalcitrante, lo presentó a la clase y buscó por el aula un compañero de pupitre con el que sentarlo. Me eligió a mí, quizás por pura chiripa o tal vez aquel viejo carcamal supo ver algo instintivamente. ¿Quién sabe cómo funcionan los mecanismos del destino? Sea como fuere, allá que José Miguel Romero Pajuelo se sentó a mi lado y juntos estuvimos hasta que él se fue en la primavera de 2004 para disolverse en mi amor por él. Ni el tiempo ni la muerte han desvanecido ese amor puro que habita en mí con más fuerza si cabe desde que pasó a ser todo lo que me queda de él, que es mucho, pues nada es comparable al amor que uno guarda por los seres queridos que ya no están sino en nuestra memoria, fusionados indivisiblemente con nosotros.

El paso de los años no cura la pena de la ausencia. Antes, al contrario; si acaso, yo cada vez echo más de menos a José Miguel. Es como si el sólido caparazón de indiferencia con el que me cubrí hubiera ido erosionándose o como si hubieran desaparecido los efectos de una anestesia. Me encuentro pensando en él en todo momento: “esto le gustaría a José Miguel”, me digo al salir de ver una película o una exposición, o cuando estoy en una fiesta loca, llena de gente divertida y multicolor; o si voy a una manifestación contra el rescate de la banca o a favor de un mundo más humano y solidario. Miguel tenía un gran corazón y muy poca tolerancia con la intolerancia.

Estuvimos juntos dos años en aquella escuela absurda, reliquia de otros tiempos, hasta que nuestras madres, confabuladas en la puerta del colegio, decidieron cambiarnos a una de las academias privadas con subvención estatal que proliferaban por aquellos años en los barrios de Barcelona. Suplían con la buena preparación de sus profesores el mal hacer de aquellos maestros casposos, cuyos tiempos mejores quedaban ya decididamente en el pasado.

La Academia Pujol estaba cerca de la Plaza del doctor Serrat, un parquecito triangular en la confluencia de la Calle de Mallorca con la Avenida Meridiana. Nuestra infancia no fueron patios sevillanos ni correrías por bosques a lo Tom Sawyer y Huckleberry Finn, sino recuerdos de grandes arterias urbanas colapsadas por el tráfico de la Barcelona de antes de los cinturones de ronda. Al salir del colegio, nos quedábamos hasta las tantas sentados en un banco en esa plaza, comiendo bolsas de pipas que comprábamos en el chiringuito que llevaban una señora muy mayor siempre enlutada y su hija. Creo que eran de un pueblo de Granada.

A Miguel y a mí se nos pasaban las horas muertas charlando y conociéndonos mejor el uno al otro, forjando los lazos que nos iban a unir el resto de nuestras vidas. Luego, al crecer, seguimos haciendo lo mismo en los bares y calles de Madrid, de Barcelona y de Londres hasta que él murió en 2004, poco después de cumplir cuarenta años.

 

 

 

 

 

 

Recuerdo un día en que llegó un grupo de hippies a aquella plaza del Doctor Serrat y empezaron a tirarse por el tobogán y a usar los columpios. A Miguel y a mí nos fascinó lo inusual que era ver a gente “mayor” comportándose como niños. Esa noche decidimos que también nosotros seríamos hippies.

Corría el año 1977 y en ese verano se celebraron en el Parque Güell las primeras Jornadas Anarquistas tras la muerte de Franco y el regreso de la democracia a España. Miguel y yo nos enteramos porque mis hermanos mayores compraban el Disco Express, el Ajoblanco y el Star, las publicaciones alternativas de aquella época. Ni cortos ni perezosos, nos escapamos una tarde al Parque Güell y allí, paseando por entre los tenderetes y los hippies, sentimos que los tiempos estaban cambiando y que nosotros íbamos a ser parte del nuevo orden nacional. Qué privilegio haber vivido aquella ventana de oportunidad a la esperanza, tan diferente de estos días ¿De dónde nos vino ese afán de experimentar y ese deseo de libertad? El zeitgeist supongo.

Ese espíritu rebelde iba a acompañarnos siempre. A los doce años nos hicimos miembros de la “Agrupació Escolta Sant Jordi”, un grupo excursionista que tenía entonces el local en la Calle Tenerife, una cuesta sin asfaltar que se convertía en un barrizal impasable cuando llovía. Estaba, y me imagino que estará todavía, allá por el Guinardó subiendo hacia las barracas de Francisco Alegre, en El Carmelo. Por aquella época había todavía en Barcelona numerosos barrios así, autoconstruidos por los emigrantes recién llegados a la ciudad en busca de oportunidades que no se les ofrecían en sus regiones de origen. La constante visión de aquel barrio precario fue también un importante acicate para nuestro inconformismo: estaba claro que el gobierno debía hacer algo para solucionar los problemas de aquella gente.

Cada fin de semana íbamos de excursión con el grupo Sant jordi a algún lugar de Cataluña tomando uno de aquellos trenes de antes, los de compartimentos, o en los viejos convoyes de cercanías, que tardaban una eternidad en hacer el trayecto desde el apeadero de Paseo de Gracia hasta Campdevànol, Torelló o algún lugar remoto del Berguedà. Fue Jacqueline Celades, una compañera de clase cuya madre era belga, la que nos convenció a José Miguel, a María Dolores Romero y a mí para apuntarnos a lo que entonces se llamaba “el cau”. Lo pasamos estupendamente durante algunos años yendo de excursión y de campamentos en las vacaciones.

Los “caps” (jefes) intentaban adoctrinarnos en un rancio nacional-catolicismo catalanista pero nosotros no nos dejábamos domesticar. Como digo, eran tiempos rebeldes en Barcelona. En los boy-scouts las patrullas llevaban siempre nombre de animal y había que buscarles un lema y un “grito de patrulla” acorde con ese tótem. María Dolores era un diablo de niña y fundó una “patrulla” alternativa -y naturalmente prohibida- que llevaba el nombre de “zorras”. El lema de las zorras era “putas y astutas” y su grito era el “tachiro-tachiro”, con el que se supone que se desnudan las strip-teasers.

Acabamos todos expulsados, si no recuerdo mal. No podían con nuestra vitalidad y nuestro recio sentido del humor.

Miguel había nacido en Villanueva de la Serena, un pueblo grande en Extremadura, al norte de la provincia de Badajoz, muy cerca de la localidad de Don Benito, con la que rivaliza en importancia y capitalidad comarcal. El río Guadiana cruza la comarca, fertilizándola. Como toda la península Ibérica, Extremadura fue invadida sucesivamente por romanos, godos y árabes, invasiones que fueron dejando una profunda huella. Durante la Edad Media, fue famosa por la lana de sus ovejas y cabras. La feria de ganado de Villanueva era tan importante y célebre como la de Medina del Campo, en Castilla.

El descubrimiento de América iba a influir enormemente en la región. Pedro de Valdivia, el conquistador de Chile, nació en Villanueva y Francisco Pizarro, el tristemente célebre conquistador de Perú, en la cercana Trujillo. De ultramar llegaron la patata, el tomate y las guindillas, entre otras novedades, así como la plata y la riqueza con la que se construyeron imponentes iglesias de altares barrocos, palacios nobiliarios y suntuosos edificios públicos.

Rodeada de tierra y lejos del litoral, aparentemente remota, Villanueva estuvo siempre conectada con el mundo. Fue una villa global muchos siglos antes de la moderna globalización.

El investigador Javier López Linaje, en su libro  La patata en España. Historia y agroecología del tubérculo andino sitúa en Villanueva de La Serena el origen de la célebre tortilla española. Al parecer, hay un documento que así lo prueba, datando su origen exactamente el 27 de febrero de 1798. Un tal Joseph de Tena Godoy y el marqués de Robledo, dos señores ilustrados de Villanueva de la Serena intentaron elaborar pan de patata para paliar las hambrunas. Se conoce que no acabó de funcionar el invento y fueron varias mujeres del lugar las que sugirieron la idea de freír la patata en el aceite de oliva local, cortándola en lugar de pulverizarla en harina. Luego, se les ocurrió añadir huevo batido y así fue como se inventó el hoy plato emblemático ​de la cocina española.

Villanueva de la Serena sufrió saqueos y rapiñas durante la Guerra de la Independencia, pero pronto recuperó su antigua prosperidad basada en la riqueza agrícola, Hacia finales de ese siglo y principios del XX era una villa típica de la España de entonces, dividida entre conservadores y liberales; con sus casinos y sus bares donde la gente se reunía para hablar de la actualidad política. Hacia 1914, se fundó en el pueblo un grupo de Juventudes Mauristas, un movimiento conservador que está en el origen de la derecha radical española y que intentaba atajar el auge del socialismo y otras ideas modernas llegadas con el ferrocarril.

El enfrentamiento entre ambas partes cristalizaría en la cruenta Guerra Civil española. Villanueva fue leal a la República, cayendo en poder del bando sublevado en julio de 1938, cuando sufrió una violenta represión por parte de las fuerzas franquistas. Las heridas de aquella barbarie siguen abiertas, ya que no se han encontrado todavía los cuerpos de quienes fueron fusilados y enterrados en fosas comunes cuyo emplazamiento sigue sin conocerse.

Villanueva se benefició a partir de 1952 del llamado Plan Badajoz, parte de los proyectos de desarrollo implementados por la dictadura franquista. No obstante, el desarrollo fue lento y, como muchos españoles de las zonas rurales, a lo largo de los años sesenta muchos extremeños emigraron a las ciudades en busca de mayores oportunidades.

Maruja y José se mudaron a Barcelona en 1968, cuando José Miguel tenía cuatro años.  Se instalaron primero en el barrio de Fabra y Puig y algunos años más tarde, en 1973, compraron un piso en el barrio del Clot, y así fue como yo le conocí en aquella escuela tronada en el año 1973.

 

 

 

 

 

 

De América habían llegado también a Villanueva los boleros, los corridos, las rumbas y demás tonadas que el padre de José Miguel, trompetista en una banda local, tocaba en las ferias, los bailes y las galas en casinos y sociedades agrícolas que marcan el paso de las estaciones del año en los pueblos españoles. Recuerdo de pequeño oír a Don José ensayar su instrumento en su casa de Barcelona, en la calle del Decano Bahí, sintiendo quizás nostalgia de aquellos felices días de su juventud, cuando él y sus compañeros de orquesta se vestían de gala con sus camisas blancas impecablemente planchadas y sus pajaritas al cuello,  deslumbrando a las chicas con su música y su porte apuesto.

Una de ellas sería Maruja, la madre de José Miguel, con la que tuvo que casarse deprisa y corriendo al quedarse embarazada de él en alguna de aquellas fiestas de música y baile. Maruja era una mujer a la que le gustaba vestir bien y disfrutar de la vida. siempre iba muy compuesta y maquillada, vestida con las mejores galas y con el pelo impecable de peluquería.

José Miguel tenía una sobrina, Nuria, que vivía entonces también en Barcelona, donde pasaba largas temporadas. Su madre, Tomasa, o Tomy como la llamaban siempre, estuvo un tiempo en Barcelona, pero luego se volvió sola a Villanueva, donde tenía el novio con el que finalmente se casó.

Por las tardes, al salir del colegio, a pesar de nuestra corta edad, José Miguel y yo íbamos a buscarla a la guardería Galtufas, en la calle de La Coruña entre Aragón y Enamorados, al lado de donde yo vivía. En aquellos tiempos los niños asumíamos responsabilidades pronto. Nuestros padres habían empezado a trabajar a los nueve o diez años y por tanto a esa edad ya se nos presuponía buen juicio. Al lado de la guardería, en la confluencia de las calles de Valencia y Enamorados, hay una placita con una fuente con una oca de bronce. Por eso los vecinos la han llamado siempre la plaza de la oca. Yo solía jugar en ella con mis hermanos y la chiquillería del barrio. También Nuria recuerda esa fuente con gran cariño y ha llevado allí luego a sus propios hijos cuando visitan Barcelona. Es bonito ese compartir espacios entre las generaciones.

Ni Miguel ni yo nos preguntábamos por qué vivía Nuria con los abuelos en vez de con sus padres en Don Benito. Supongo que nos parecía normal y lo achacaríamos al trabajo de Tomy, que regentaba un supermercado y pasaba largas horas en él. Muchos años después, cuando visité a Nuria y a su madre en Extremadura para entrevistarlas para este proyecto, ellas me contaron que la razón era más complicada. Tomy era la mayor de los cuatro hijos que tuvieron Don José y Maruja, el bebé que resultó de aquella relación prematrimonial que les obligó a casarse. Maruja, cuya salud mental fue siempre frágil, pues padecía un conflicto bipolar que luego heredaría José Miguel, desarrolló una severa depresión postparto que resultó en un rechazo a su hija, quien fue criada por la abuela. Curiosamente, y por ninguna razón aparente que una triste simetría familiar, Nuria también rechazó a Tomy desde el momento de nacer. No quería comer nada cuando se lo daba su madre, pero se comía todo con buen apetito cuando se lo daba su abuela Maruja, con la que desarrolló un cariño especial. Por eso estaba viviendo en Barcelona cuando yo conocí a Miguel.

“Yo he sufrido mucho”, me dijo Tomy en una ocasión, y en verdad que uno puede imaginar el dolor que debió de sufrir siendo doblemente rechazada primero por su madre y luego por su hija, por razones incomprensibles, que poco o nada tenían que ver con ella. Las relaciones en general y las familiares en particular siempre son complicadas. Por suerte, hoy todo eso está en el pasado y el amor familiar ha prevalecido. Tanto Nuria como su madre se llevan a las mil maravillas. Maruja murió hace ya años.

 

 

 

 

 

 

José Miguel se fue a vivir a Londres en 1989, por ninguna razón en particular otra que “ser moderno”. Durante los años ochenta, Londres se hizo con una reputación por toda Europa por su noche gay alternativa, algo que a José Miguel y a mí nos interesaba mucho más que los clubes de mariquitas a los que habíamos estado acostumbrados en Barcelona. Aunque ya entonces había en la capital catalana un par de clubs de ambiente que no tenían nada que envidiar a ningún otro de ninguna parte, todavía quedaba en nuestro recuerdo la imagen de bares en los que había que llamar a un timbre para acceder y donde peluqueras locas de los suburbios bailaban “agarraos” con señores mayores. Eran lugares fascinantes por la intersección de edades y clases sociales que se daban en ellos, pero guardaban todavía un sabor antiguo y un tanto trasnochado para José Miguel y para mí, que veníamos del rock y las revoluciones culturales de los sesenta y setenta.

En Inglaterra, el punk y la nueva ola de principios de los ochenta había dado paso a una música más compleja: los Smiths, Jimmy Sommerville con sus Bronski Beat y luego los Communards; más adelante, el Acid House y la explosión de la música de baile. La homosexualidad, largo tiempo suprimida e invisibilizada, pasó a tener un papel central, no solo en la música, sino también en la reivindicación política y social. Los gays británicos estuvieron en primera línea de la resistencia anti-Thatcher y, como consecuencia, también estuvieron en el punto de mira de aquellos exaltados ultraconservadores. Todo ello hizo de la capital británica un foco de atracción para homosexuales inquietos de todo el mundo, como éramos Miguel y yo.

Yo había estudiado filología inglesa en la universidad y había ido visitando Londres regularmente desde principios de los ochenta. Al terminar, aprobé oposiciones y trabajé dando clases de inglés en diversos institutos hasta que en 1992, justo a tiempo de escapar a la fiebre olímpica de ese año, me pedí una excedencia y me mudé también a Londres. José Miguel acababa de conocer a su novio Andreas en un club gay muy popular entonces, Bangs, que estaba en Islington. Andreas era y es un arquitecto de Frankfurt, adonde se fue a vivir José Miguel.

La migración estaba en sus genes extremeños ya desde tiempo inmemorial. No en vano él venía de aquella tierra de conquistadores indómitos. Me gusta pensar en él como un nuevo y más civilizado Valdivia: descubridor respetuoso de otros mundos, como lo fueron nuestros padres, quienes dejaron su tierra natal para instalarse en Barcelona, un lugar que nos ofrecería perspectivas más amplias y mayores oportunidades.

Ya en el colegio, José Miguel y yo habíamos pasado felices horas en la clase de historia mirando los mapas cambiantes de Europa y del mundo mientras aprendíamos su historia de guerras, progresos, pasos en falso y fallidos nuevos amaneceres. Mirábamos con fascinación aquellos mapas de imperios extinguidos y pequeñas repúblicas que aparecían y desaparecían.

Pero la historia de España era la que más triste nos parecía. Estábamos ansiosos de salir al mundo y conocer otras formas de vida que entonces nos parecían más sofisticadas y avanzadas: los países nórdicos, por ejemplo, aunque su clima enfriara un poco nuestro entusiasmo por su modernidad. Guardábamos tal vez un cierto orgullo por ser la lengua de nuestros padres un puente entre las culturas diversas de América, pero nuestro corazón estuvo siempre en aquella vieja Europa renovada tras los desastres de las guerras.

“Catch the world in London”, decía un viejo poster en una agencia de viajes que había cerca de nuestras casas y cuyos escaparates, con sus invitaciones al viaje, fueron parte importante de nuestra educación sentimental. Eso es lo que hicimos los dos: coger el mundo en Londres.

 

En Londres, como antes había hecho en Barcelona, José Miguel se entregó a una vida hedonista. Salir, disfrutar, amar, conocer gente y mundo eran sus principales motivaciones.

Para disgusto de sus padres, el trabajo y la carrera profesional no fueron nunca su prioridad. Aunque trabajó, y mucho, desde bien joven, para él nunca fue una manera de validarse personal o socialmente, sino simplemente de ganar dinero para pagar el alquiler y los gastos necesarios para llevar una vida decente. Nunca terminó el bachillerato porque no le interesaba el saber abstracto, sino el conocimiento de las cosas a través de la experiencia.

Primero trabajó de camarero en un hotel de lujo barcelonés, el Diplomatic, donde su padre era el encargado del garaje. Luego, en Londres, trabajó para agencias de catering y cualquier cosa que le saliera. Como era simpático, de genio alegre y muy sociable, tenía siempre entrada gratis en todos los clubs de moda. Los camareros le invitaban a copas y él era capaz de pasarse una noche entera con un gin-tonic o un vodka con Coca-Cola, que bebía despacio y a sorbitos. Fue siempre una persona frugal y poco dado a dispendios.

Tenía un gran talento para el bricolaje y las manualidades. Al principio de estar en Londres hizo un curso básico en el London College of Printing, donde fue aceptado para estudiar un grado, aunque al final lo dejó correr. No tenía paciencia para la constancia requerida por las instituciones. Era un ácrata convencido, una persona autodidacta a la que le gustaba aprender las cosas por sí mismo y siempre desde una perspectiva práctica. Se enseñó él mismo a coser a máquina para hacerse su propia ropa y la constancia que no tenía para dedicarse a los estudios académicos, sí que la tenía para dedicarse concienzudamente a las labores manuales. Era insuperable reciclando cosas viejas, ya fueran prendas de vestir o aparatos mecánicos y artilugios técnicos.

Mientras tecleo este texto escucho en la radio una interpretación del Bolero de Ravel y la magia evocadora de la música me transporta a nuestra juventud barcelonesa a principios de los ochenta. Entonces íbamos regularmente a los Encantes, el mercado de viejo de la ciudad, que estaba todavía en su antiguo emplazamiento allá donde iba a morir la Calle del Dos de Mayo, bajando suavemente desde el Hospital de San Pablo hasta la Plaza de las Glorias, muy cerca de donde vivíamos.

A medida que la orquesta ejecuta el famoso crescendo, me vienen a la cabeza aquellos días despreocupados en los que nos vestíamos con ropa comprada por cien pesetas en los montones de casas vaciadas por subasteros. “A mí no me traigáis ropa de un muerto”, decían nuestras madres, que no entendían nuestro gusto por las cosas con solera. “Sepa Dios si no sea de un tísico esa chaqueta”. Miguel lavaba y desinfectaba la ropa y se la arreglaba él mismo con excelente técnica costurera.

Una película de erotismo ligero, Bolero, con la olvidada y olvidable Bo Derek de protagonista, se había hecho popular entonces y en los Encantes, siempre en sintonía con los deseos del pueblo, se vendían casetes con esa pieza de Ravel, que sonaba a toda pastilla en cuanto entrabas en aquel tramo final de Dos de Mayo, para que las parejas de novios replicaran en la intimidad la famosa escena de sexo a ritmo de Ravel que era el principal reclamo de aquella película.

Entonces parecía todo estable, aunque nuestra juventud ya comprendía que se avecinaban cambios, pues esa es la esencia de la vida. Ahora que todo ha desaparecido, incluidas nuestras madres y él mismo José Miguel, esos días se me presentan como un auténtico paraíso perdido, y el cuerpo se estremece y el corazón tiembla cuando el crescendo termina y el público londinense aplaude la interpretación.

La enfermedad que finalmente se llevaría a José Miguel por delante fue un cáncer bucal al que son muy proclives las personas seropositivas. Apareció de forma brutal e inesperada a finales de diciembre de 2003. Para entonces Andreas y José Miguel habían puesto fin a su relación de pareja, aunque no a su amistad, y él había dejado Frankfurt. Vivía entre Londres y Barcelona.

En Londres recibía el “income support” debido a su condición de seropositivo. Además, el ayuntamiento de Islington le había proporcionado un piso municipal que él compartía con Xavier, un amigo de correrías londinenses.

A través de un compañero del grupo de gays seropositivos al que se había apuntado, consiguió que le alquilaran un pequeño sobreterrado en un viejo inmueble muy cerca de la Sagrada Familia, cuyas torres se alzaban majestuosas sobre aquel terrado. Aquel piso era poco más que un palomar de dimensiones diminutas y estaba en condiciones ruinosas, por lo que se lo dejaron por un precio irrisorio a cambio de que lo acondicionara.

Gracias a esa habilidad suya para los trabajos manuales, aquel patito feo se transformó en poco tiempo en un apartamentito muy recoleto y bien dispuesto. Las paredes estaban pintadas de colores brillantes y gracias a los conocimientos que había adquirido en sus estudios de jardinería en la escuela municipal de Barcelona, el tejado se llenó de exótico verdor. Las plantas crecían hermosas bajo el sol y el cielo azul mediterráneo.

Con trozos de azulejos rescatadas de contenedores de basura cubrió el suelo de un trencadís gaudiniano que combinaba perfectamente con la arquitectura de las torres del famoso templo. Tenía dos gatos, pájaros y un tanque de peces tropicales. En suma, de un agujero inmundo hizo un paraíso. Así era José Miguel.

Allá fue feliz durante varios años, recibiendo a numerosos amigos y haciendo fiestas a las que acudían los amigos multinacionales que había ido haciendo a lo largo de sus viajes y estancias por Europa.

Pero esa felicidad se truncó trágicamente en la Navidad de 2003, cuando aquel cuerpo suyo que tantos placeres le había proporcionado se volvió contra él, empezando a producir tejido en el lateral interno de la boca. Cierto es que José Miguel fumaba demasiado y eso, unido a su condición de seropositivo, hizo que se alzaran contra él aquellas células díscolas. Yo había pasado el fin de año en Cuba y fue al volver de La Habana cuando me dio la mala noticia.  En el hospital de Barcelona, donde estaba pasando las Navidades, no le daban cita hasta finales de enero, por lo que yo le sugerí que probara en Inglaterra, donde tenía también su tarjeta sanitaria y sus médicos del VIH.

Así lo hizo y, felizmente, los ingleses se tomaron el caso con la urgencia que requería. En pocas semanas empezó un tratamiento de quimioterapia y para finales de marzo el horrible tumor le había desaparecido. Por desgracia, esa rápida curación, combinada con una fase álgida de su conflicto bipolar, hizo que se confiara y empezó a salir por Londres en busca de amor y diversiones, tal como era su costumbre, temeroso de que la muerte le pillara en casa.

Es posible que hubiera sobrevivido de haber aceptado su condición de enfermo y se hubiera quedado en casa tomando caldito de pollo en tanto no se recuperaba su cuerpo del tremendo shock sufrido, pero no pudo ser. Es difícil poner el cascabel a un gato silvestre. Fue así como agarró la septicemia que le mató. Un caso claro de genio y figura pues murió como había vivido, ebrio de vida y entusiasmo.

 

El 14 de abril de ese aciago 2004 yo había presentado en Madrid “Las dimensiones del teatro”, mi primera novela, y naturalmente volví a Londres muy contento, lleno de ilusiones sobre una carrera literaria que luego nunca ha terminado de arrancar; al menos tal como yo me las prometía entonces. John, mi pareja, vino a buscarme al aeropuerto de Stansted el viernes 16 y me llevó a su casa de Cambridgeshire. Yo tenía planeado conducir a Londres el domingo para empezar a trabajar el lunes 19, pero el viernes mismo, estando yo recién llegado, me llamó Xavier, el compañero de piso de José Miguel en Londres para decir que estaba muy mal y había ingresado en la UCI. El corazón me dio un vuelco. Decidí bajar a Londres al día siguiente a pesar de que Xavier me avisó de que no se le podía visitar.

No hubo caso. El sábado a las once de la mañana volvió a llamar Xavier para anunciar que José Miguel había muerto. Esta vez sentí el suelo abrirse bajo mis pies. El rápido deterioro de su salud en mi ausencia fue totalmente inesperado.  John y yo lo habíamos dejado en buena forma antes de volar yo a Barcelona para luego seguir camino a Madrid. Habíamos estado brindando por el éxito del tratamiento con unos amigos en un bar gay de Camden, el Black Cap, el mismo en el que tantas veces habíamos visto Miguel y yo el espectáculo de Regina Fong, una célebre drag de Londres que hacía un cabaré muy original.  Habíamos esperado una recuperación total.

Como no había ya ninguna prisa, John me obligó a comer algo antes de salir. Conduje a la capital en un estado de trance, escuchando la sinfonía número 5 de Mahler mientras avanzaba hacia Londres por la autopista M11. Al llegar a la altura del aeropuerto de Stansted empezó a caer un fuerte aguacero. La visibilidad era prácticamente nula y eso me obligó a concentrarme en la carretera a la vez que me dejaba empapar por la música de Mahler. Sin darme cuenta apenas, me encontré en los primeros semáforos de la ciudad. De forma mecánica, subí a casa la enorme maleta con la que había venido de España y, sin descansar, me dirigí al hospital de Middlesex, a un par de cuadras de Tottenham Court Road. No había apenas gente en el vestíbulo y, fuera, la lluvia seguía cayendo torrencialmente. Todo ese día está teñido en mi mente de una luz gris y triste.

En el vestíbulo me encontré con Xavier y Andreas. Xavier lo había llamado también esa misma mañana y Andreas había cogido el primer avión a Londres que encontró. Los tres bajamos a la capilla ardiente donde nos encontramos su cadáver yaciendo sobre una especie de losa de hacer autopsias, con el cuerpo cubierto con un sudario, como en una película de terror antigua. La quimio le había hecho perder el cabello y, al verlo, me sorprendió encontrarle tan parecido a su padre, Don José, que había sido calvo desde su juventud.

Xavier y yo en seguida salimos y nos sentamos en silencio en unos bancos a esperar a Andreas, que se quedó solo dentro. Al poco rato le oímos soltar un aullido tremendo de dolor. Un aullido inimaginable, que sigue reverberando en mis oídos hasta el día de hoy.

Después vinieron de Barcelona las sobrinas y hermanas de José Miguel. Juntos estuvimos una semana, hasta la ceremonia de cremación en el tanatorio de Finchley un día soleado y radiante. Decir que fueron días extraños es quedarse corto. Se produjeron fuertes lazos de solidaridad entre todos los que asistimos al funeral. Reímos, lloramos y, poco a poco fuimos cumpliendo con las formalidades necesarias en las pompas fúnebres, en el consulado español y en el registro civil.

Recuerdo pasar horas buscando el coche que nadie sabía dónde había dejado aparcado; también que en la funeraria hubo un problema con la tarjeta de crédito de la hermana de José Miguel y tuve que ofrecer yo la mía; recuerdo que sus sobrinas metieron mensajes manuscritos dentro del féretro antes de que entrara en la cremación y luego me veo yo aguantando las lágrimas mientras leía el breve texto que había escrito para la ocasión; recuerdo la canción de Schubert que había elegido. Como música para la ceremonia.

Todo fue como un mal sueño.

Nadie muere si deja detrás una herencia de amor y alegría. Los que le conocimos, su familia y sus amigos, formamos un sistema planetario que gira en torno a él, nuestra estrella bipolar; perennemente entre dos aguas, entre la espada y la pared, entre la noche y el día. La estrella aparentemente perdió su fulgor, pero quedó esa energía, ese agujero negro interestelar que nos atrae y nos atrapa con fuerza singular, la fuerza de su especificidad porque, si todos somos únicos, él lo era quizás aún más. “El tercer arcángel” quiere trazar una cartografía de ese sistema solar. Entre él y yo, estará siempre Gabriel, nuestro tercer arcángel.

 

 

 

 

 

 

 

 

Destino Barcelona

Las Navidades de 2017 mi padre las pasó entrando y saliendo del hospital por problemas de salud propios de su edad, ochenta y siete años: insuficiencia respiratoria por acumulación de líquido en un pulmón y obturación de válvula cardiaca. Los pulmones siempre han sido su talón de Aquiles, seguramente por haber trabajado toda la vida en la construcción, respirando toda suerte de polvos tóxicos.

Ya siendo yo pequeño, mi madre y él tenían que ir de tanto en cuando a las urgencias del hospital de San Pablo de Barcelona para que le dieran oxígeno, porque sufría regularmente crisis de asma y bronquitis. Con ese historial, puede considerarse afortunado por haber llegado a la edad que tiene. Él lo sabe y lo lleva todo con gran estoicismo.

Envejecer no es cosa de flojos, ya lo dijo una vez la actriz norteamericana Bette Davis. Mi padre es admirable por el buen humor con el que se toma las cosas. Siempre está de guasa y contando chistes. Tiene un humor muy suyo, y que no siempre es entendido. Un día que lo tuvieron toda una noche en una camilla en un pasillo en urgencias esperando habitación en planta, cuando por fin vino una enfermera a tomarle la presión y le preguntó que cómo estaba, en lugar de quejarse por las circunstancias, le soltó: “Dile al médico que venga, me lo pones a la derecha y tú te pones a la izquierda, os traéis también una mula y un buey y ya tenemos la Nochebuena”. Sus males vienen con la edad y no tienen solución, solo se pueden gestionar lo mejor posible.

Si uno ha sabido vivir la vida, con la edad adquiere conocimiento y profundidad, y yo creo que mi padre ha ganado con el tiempo, como debe de ser. Cuando mis hermanos y yo entramos en la adolescencia, el pobre hombre no siempre supo navegar con temple en  esos rápidos . Tampoco nosotros, egoístas como todo adolescente,  se lo pusimos fácil. El resultado fue un distanciamiento que debió de ser muy doloroso para él.

Pero yo también he ido mejorando con los años y ahora comprendo perfectamente lo difícil que fue entonces la vida tanto para él como para mi madre. He de admitir que seguramente tampoco yo fui siempre razonable pero, en fin, es el triste destino de los padres: sacrificar los mejores años de sus vidas, cuando hay salud y energía, para sacar adelante a unos hijos que lo dan todo por descontado y que no saben de agradecimientos. Para afianzar la personalidad propia, hay que matar antes al padre, ya lo dijo Freud.

Ahora, a toro pasado, hay que reconocer que no lo hizo tan mal mi padre, pues al final mis tres hermanos y yo hemos salido buenas personas y relativamente cabales.

 

 

 

 

Cuando mi madre murió, se sintió perdido. Llevaban más de cuarenta años casados, un periodo de ilusión, zozobra y miedos, de situaciones difíciles y momentos felices. Como todos los matrimonios, se habían acomodado en una rutina y un reparto de roles que les ofrecía estabilidad y paz de espíritu, así que la pérdida de mi madre fue un duro golpe para él.

Por suerte pudimos arreglarle las cosas para que cayera con buen pie y pudiera sobrevivir con dignidad, pero, una vez tuvo solucionado techo y comida, la soledad hizo mella en él y empezó a buscar algo que nosotros, sus hijos, no podíamos darle. Yo porque hacía ya muchos años que vivía en Londres y mis hermanos porque tienen también sus trabajos y sus familias y, por más que quieran estar por él, no pueden hacerlo todo el tiempo.

Además, tampoco podemos nosotros ofrecerle la amistad que él necesita, pues cada edad tiene distintas vivencias y una diferente sensibilidad. Mi padre necesitaba alguien de su edad, de su misma cuerda y con experiencias comunes. Así que para mí fue un alivio que, tras un primer flirteo con una mujer con la que la cosa no terminó de cuajar, se encontrara con Amparo, una mujer que también había enviudado años antes. Los dos están en el mismo barco y se entienden bien. Tiene tres hijos con los que se lleva bien pero que tampoco pueden estar todo el día con ella. Por esa razón, le compraron un perrito chihuahua que le hiciera compañía, lo que fue un acierto, pues los dos están encantados con su Simba. No viven juntos, pero se ven regularmente y, lo que es más importante, saben que están ahí el uno para el otro.

Mi hermanos y yo enseguida nos acostumbramos a Amparo, que es una mujer buena y agradable, además de una cocinera estupenda. Trabajó algunos años en un restaurante francés de la calle Balmes. Comprendimos que era la mejor terapia para su soledad. No es fácil recomponer los pedazos de una vida que quedan hechos añicos cuando muere un ser querido.

“Hoy es la verdadera Navidad”, le dijo mi padre a mi marido, John, cuando estuvimos comiendo juntos después de las fiestas. El pobre estaba pensando en la Nochebuena, cuando John no estaba, ni Amparo. John porque siempre pasa la fiesta en Inglaterra con su hermana Rosemary y mi cuñado Norman, que es un pastor anglicano en Norfolk, Inglaterra; y Amparo porque es una mujer inteligente que sabe muy bien cuando ausentarse. El día de Nochebuena es una de esas ocasiones.  Tristemente, en esa misma noche en el año 2000 murió mi madre. Por eso Amparo prefiere esfumarse ese día.

Siguiendo la tradición de Andalucía, de donde somos originalmente, para la Nochebuena nos reunimos todos: hijos, nueras y nietos, igual que cuando mi madre cocinaba un gran menú navideño y después, a los postres, nos dábamos todos regalos. A pesar de la pena por su ausencia, mi padre ha cumplido cada año con el ritual, pero se cansa cada vez más con tanta algarabía como montamos. Nos reunimos en casa de mi hermana y, entre pitos y flautas, terminamos la velada a las dos de la mañana, que no son ya horas para él.

No olvidaré nunca el día en que se nos fue mi madre. Yo, como cada año, había venido también para pasar las Navidades, que ese año se presentaban lúgubres. Poco antes, los médicos habían abandonado toda posibilidad de curación del cáncer que la afligía, y la habían trasladado a una unidad de cuidados paliativos en el mismo hospital barcelonés de San Pablo al que antes había acudido para las crisis respiratorias de mi padre.

Por azares de los turnos que habíamos organizado para estar con ella, me tocó a mí estar presente cuando dio su último suspiro, con estertor de la muerte y todo. Ella estaba sedada y yo, entre pensamiento y pensamiento, leía poemas de un libro que el poeta inglés Brian Patten escribió en circunstancias similares a la mía entonces. De pronto empezó a respirar pesadamente, hasta terminar con un tremendo gemido prolongado, como si se aferrara a la vida, impotente, fútilmente.

Yo acababa de leer antes de ese último aliento un verso que decía:  “You are now dissolving in our love for you” (“ya te disuelves en nuestro amor por ti”) y la coincidencia de verso y experiencia me dejaron sobrecogido.  Luego convencí a mi padre y mis hermanos para que ese verso figurara como epitafio en la lápida de mi madre en el cementerio de Casa Antúnez, como ella lo llamaba siempre, “Can Tunis”, como se llama ahora. “Ahí vamos a acabar todos”, decía ella cuando de pequeños íbamos los domingos a pasear por los jardines de Montjuic y nos señalaba desde el castillo la pequeña y no del todo desagradable ciudad funeraria barcelonesa, colgada en la falda de la montaña de Montjuic, con vistas al Mediterráneo y a “los barcos”, que era como ella llamaba al puerto: “vamos a los barcos”, recuerdo que decía mientras nos endomingaba para salir a disfrutar del día de descanso semanal paseando por el puerto.

La Nochebuena es pues una fecha agridulce para nosotros, por decirlo suave, pero es especialmente agotadora para mi padre, quien cumple con los rituales por inercia y se cansa pronto. Se cena a hora española, o sea tarde, y entre aperitivos, apertura de regalos, los postres de turrón el cava y todo lo demás, termina aturdido, por eso prefiere él una reunión menos intensa.

 

 

 

 

Esa Navidad de 2017 en la que empecé a escribir este relato mi padre le había visto las orejas al lobo durante tantas horas como había pasado en el hospital. Estaba convencido de que iba a ser tal vez la última vez que me viera. Antes de volvernos a Londres John y yo, nos estuvo enseñando las pinturas, dibujos y acuarelas con los que se entretiene, y que cada vez hace mejor.  Al despedimos, se nos quedó mirando desde la puerta de su pequeño apartamento mientras nosotros andábamos por el largo pasillo hasta el ascensor. Yo me giré varias veces y él seguía allí todavía, saludándonos con la mano cada vez. “Ya sabemos lo que está pensando”, dijo John. “Sí”, contesté, “se teme que esta sea la última vez que nos ve y ese miedo le produce una profunda pena”.

Yo hice lo que pude para hacerle sonreír. Antes de salir del piso ya se había empezado a poner mustio, aunque haciendo esfuerzos por controlarse. Yo entendí como se sentía y, sacando el recio humor negro que nos caracteriza, le dije que no se podía morir antes de mi vuelta en abril. “Papa, tú no te puedes morir en Cataluña”, añadí maliciosamente, sabiendo lo acérrimo españolista que siempre ha sido, en relación a la eterna polémica sobre la independencia de Cataluña, y  que estaba especialmente de actualidad por aquellos días. “Si te has de morir, será en Madrid”, lo embromé, “te llevaré unos días e iremos a ver un partido del Rayo Vallecano, y a ver los Goyas y los Velázquez en el Museo del Prado. Allí ya, si quieres, te puedes morir, delante de la Meninas, que saldremos en los periódicos y todo. Imagínate el titular: “muere un hombre al cumplir su sueño”.

Mi padre se rió, pero se le iluminaron los ojos. Dijo que hacía ya tiempo que quería ir a Madrid, una ciudad que le encanta y a la que siempre quiso ir a vivir. Si se vino a Barcelona, fue por presión de su madre y sus hermanas, que ya estaban viviendo ahí y le ofrecían la ayuda y el apoyo necesarios para instalarse con tres criaturas, especialmente yo, que tenía entonces apenas cuarenta días cuando nos vinimos a Cataluña desde nuestro Pozoblanco natal en abril de 1964.

Es triste ver a un padre ir perdiendo poco a poco facultades y yo, ese fin de año, no pedí otro deseo que poder llevar a mi padre a Madrid en Semana Santa, como por suerte pudimos hacer.

 

 

El último día en que John y yo comimos con  mi padre,  le pedí que me contara la historia de su familia, empezando por el origen de su apellido materno, “Expósito”, que era el que recibían los niños abandonados por sus padres en la inclusa. Yo siempre había asumido que  se le habría dado a algún remoto y olvidado ancestro, pero resultó que  había sucedido en tiempos más recientes, pues fue mi bisabuelo paterno ese pobre niño abandonado.

Mi tía Regina de Burdeos, la mayor de los siete hermanos de mi padre, fue la primera en contarme la historia en una reunión familiar en abril de 2014. Desde entonces he escuchado diferentes versiones de diferentes fuentes familiares. Como mi tía Regina es la mayor de los ocho nietos de este hombre, me inclino a creer que ella es la que tenga un conocimiento de primera mano sobre su abuelo, del que tanto mi padre como yo recibimos nuestro nombre, Rafael.

La primera versión que yo había escuchado de labios de mi primo Manuel de Pozoblanco, hijo de mi tía Ana, es que este Rafael, nuestro bisabuelo, había nacido de la relación fuera de matrimonio entre el padre de este, mi tatarabuelo, y una maestra de escuela de Villaharta, un pueblo encaramado en la sierra que separa el Valle de los Pedroches, cuya capital es Pozoblanco, del resto de la provincia de Córdoba. Por razones obvias, nada se sabe de la identidad exacta de esa mujer y, cualquier información que la familia tenga, debe de ser producto de rumores de dudosa fiabilidad. A falta de radio, cine y televisión, el principal entretenimiento de las cuadrillas de pastores y jornaleros eran las historias que se contaban por las noches alrededor del fuego. Esas historias se extendían luego por toda la región, un área relativamente pequeña y compacta en la que más o menos todo se sabía. El caso es que la pobre mujer habría dejado a su hijo abandonado a la puerta de una familia acomodada del pueblo de Pedroche.

Poco se sabe también del hombre que dejó encinta a la maestra de escuela, si esa fue realmente su profesión, pero puede pensarse del hecho de que no hiciera lo honorable en esos casos, casarse con ella, así como del hecho de que la mujer abandonara a la indefensa criatura en la puerta de esa adinerada familia de terratenientes de Pedroche, que quizás el padre fuese el “señorito” de esa familia. Las relaciones ilícitas eran el pan nuestro de cada día entre los hombres de ese grupo social en aquellos tiempos y aquellos lugares. Esta teoría estaría corroborada tal vez por el hecho de que la familia acogiera y criara al niño en su casa, en cierto modo haciendo lo que era decente hacer, después de todo, en lugar de entregarlo a las monjas de la inclusa para que lo cuidaran. La familia, no obstante, habría querido dejar claro que no aceptaba ninguna responsabilidad en la paternidad de la criatura negándole el apellido y bautizándolo con ese  Expósito. Es decir, que convertían la adopción en un asunto de caridad cristiana, en lugar de ser un acto de justicia.

Esa fue la versión que me contaron mis primos en Pozoblanco. La otra versión, y probablemente la más cierta, ya que tanto mi padre como mis tías es la que dicen haber escuchado contar a su madre, mi abuelita Josefa, es que esa familia rica, o relativamente próspera, no podía tener hijos y que fueron al hospicio para adoptar a uno de aquellos pobres niños abandonados.  No obstante, lo que no termina de cuadrar en esta versión es que no le dieran al niño su apellido, sino que lo dejaran como “Expósito”. Se trata de algo que tal vez se pueda investigar en el archivo del orfanato de Pozoblanco.

 

Volviendo al origen familiar, ese Rafael Expósito, mi bisabuelo, se casaría luego en primeras nupcias con una mujer de la que nadie parece recordar nada. Tuvo dos hijos de este primer matrimonio a los que en la familia siempre se han nombrado como la tía Filomena y el tío José, que según mi padre murió de purgaciones durante la Guerra Civil en el hospital de Puertollano, al otro lado de la frontera regional, y ya en la región de La Mancha, cuyos parajes no son muy distintos de aquellos del Valle de los Pedroches, del que es capital Pozoblanco.  Estas “purgaciones” son naturalmente un eufemismo para referirse a las enfermedades venéreas, probablemente la sífilis, que era todavía mortal en aquellos tiempos antes del descubrimiento de la penicilina. Según mi padre, el tío José no tenía ninguna afiliación política y se encontraba luchando en el bando republicano simplemente porque era la guerra y le tocó en el bando que le tocó.

Toda la familia está de acuerdo en que la tía Filomena era una buena mujer, siempre muy cariñosa con mi abuela Josefa, que se convirtió en su medio-hermana cuando su padre, mi bisabuelo Rafael, enviudó y se casó en segundas nupcias con una mujer llamada Ana Fernández, con quien tendría otros cuatro hijos : mi abuela Josefa, dos niñas más, Asunción y Tránsito, y un hijo al que llamaron Alonso. De ellos, yo solo recuerdo a la tía Asunción y al tío Alonso (como siempre los llamaron mi padre y sus hermanos), y de nombre nada más, pues nunca tuvimos contacto directo con ellos.

Lo único que sí recuerdo yo personalmente es que cuando mis primos visitaban “el pueblo”, Pozoblanco, se alojaban a menudo en la casa de la tía Asunción, que era lo que había sido el hogar familiar de los Peñas antes de la diáspora general. Según mi padre, de los cuatro hermanos y su descendencia,  la tía Asunción y sus hijos fueron los únicos miembros de la familia que salieron un tanto codiciosillos, y por eso fueron ellos los que, ante la indiferencia de los demás, finalmente se quedaron la propiedad de la casa y las tierras que habían pertenecido al bisabuelo Rafael. Aunque bien es cierto que cualquiera que hubiese sido la herencia que Rafael recibiera de su familia adoptiva, para entonces habría estado ya bien mermada, habiéndose repartido primero entre la tía Filomena y su hermano, a la vez que entre los cuatro hijos del posterior matrimonio. Sea como sea, los otros tres hermanos dejaron sin protestar y sin acritud que la tía Asunción se hiciera con el control de lo que quedara de aquella demediada hacienda.

Me contó mi padre también que, por desafortunada coincidencia, Rafael fue a morir en el mismo hospital de Puertollano donde había muerto su hijo, también durante la Guerra Civil. Uno se imagina los sentimientos que debió de experimentar ese hombre en ese lugar. Me atrevo a pensar que derramó una lágrima o dos ante aquella triste coincidencia si, como se dice, era algo parecido a mi padre y a mí, que llevamos su mismo nombre. Por lo visto compartía con mi padre un carácter jovial y chistoso. También yo tengo en general un genio alegre y efervescente, a la vez que, como mi padre, adolezco de una cierta incontinencia emocional y lloro por cualquier cosa.

 

 

Mi padre llegó a Barcelona en 1962. Se vino primero solo, como tantos otros hombres del sur de España, y mientras él buscaba trabajo en la ciudad, mi madre se quedó en Pozoblanco con mi hermana y mi hermano, cuidando de mi abuela Jacinta, su madre, que había perdido la vista como resultado de una grave enfermedad. Para entonces ya casi toda la familia de mi padre había dejado Pozoblanco, incluida su madre, mi abuela Josefa, que había enviudado de mi abuelo Manuel pocos años antes y se había venido a Barcelona acompañando a mi tío Manolo, su hijo menor. No obstante, las primeras de la familia Peñas en llegar a la ciudad, habían sido mis tías Felipa y Manola, que lo hicieron en 1957.

El novio de mi tía Felipa, el que luego se convertiría en mi tío Bartolomé, ebanista de profesión, había encontrado trabajo en una carpintería de Barcelona por medio de un compañero del servicio militar,  un tal José, que había hecho  con él el servicio militar.  Este taller de ebanistería estaba en la Calle Tantarantana, en el número 6, al lado de donde se alojaba, en el número 8. Eso fue en 1956, estando ya prometido con mi tía Felipa. Por lo visto una vez en la gran ciudad entabló relaciones con otra mujer y la noticia llegó a oídos de mi tía en el pueblo quien, ni corta ni perezosa, se vino a poner orden, acompañada de su hermana, mi tía Manola. La misión tuvo éxito y mis tíos se casaron al poco tiempo, quedándose ya en Barcelona, igual que mi tía Manola, que tampoco volvería ya a Pozoblanco.

Mis tías llegaron a la Estación de Francia en 1957 pero, nada más poner pie en el andén, estuvieron a punto de ser expulsadas por el tristemente célebre comisario Grabado, un personaje legendario entre los inmigrantes andaluces que llegaban a la Estación de Francia de Barcelona exhaustos tras un viaje de casi treinta horas en vagones abarrotados, con maletas por todas partes y chiquillos llorando y jugando por donde podían.

Este comisario Grabado, que según mi tío Bartolomé era tan solo un guardia municipal corrupto, parece que se arrogó él mismo el trabajo de controlador de la llegada de andaluces a la ciudad. Iba a esperar cada día la llegada del legendario “Sevillano”, como se conocía en Andalucía al  tren que hacía el recorrido desde la capital andaluza a Barcelona. Este “comisario” o lo que quiera que fuese, exigía a los recién llegados tener un contrato de trabajo o algún contacto en la ciudad. Si no lo tenían, los llevaba a unas “misiones”, que eran una especie de centros de detención de inmigrantes, antes de devolverlos a su lugar de origen.

Este control era un remanente de los primeros años de la dictadura, cuando lo movimientos migratorios estaba estrictamente controlados por la policía. A lo largo del recorrido de “El Sevillano” subían parejas de guardia civiles que pedían la documentación a los pasajeros. A las mujeres que viajaban solas se les pedía justificación del motivo de su viaje y, si estaban casadas, tenían que demostrarlo con un documento del párroco de la iglesia en su lugar de origen. A las familias se les exigía el libro de familia. Mis tías escaparon del celo del comisario auto-erigido en controlador de las migraciones porque mi tío Bartolomé las estaba esperando y, si se tenía un contacto, te dejaba pasar.

La economía española había arrancado tras la expulsión de los ministros militares impuestos por Franco tras su victoria en la cruel Guerra Civil. Su desastrosa gestión económica había hundido al país en la miseria. Por suerte para el Dictador, la lógica de la Guerra Fría le echó un cable al régimen.  En 1953, Franco había firmado unos acuerdos con el Presidente Eisenhower por los que, a cambio de permitir la instalación de cuatro bases militares norteamericanas en territorio español, el país recibiría  ayuda y asesoramiento. Esto lanzó un salvavidas a una economía que hacía aguas por todas partes tras el desastre de la autarquía.

Unos de los pilares de ese Desarrollo fue la inversión en la construcción tanto en ciudades como en las zonas costeras que habían sido designadas como polos de atracción turística; y aquí es donde mi padre entra en ese escenario, atraído a Barcelona como tantos otros por esa fiebre constructora que precisaba miles y miles de trabajadores especializados.

Primero encontró un trabajo como albañil, la profesión para la cual se había preparado, con un capataz que reclutaba trabajadores para diversas obras. Le pagaba 1200 pesetas a la semana, es decir, 12 pesetas por hora. Según mi padre  era un cretino. Era de la provincia de Gerona y, como tanta gente en el norte de España, tenía una mala opinión sobre los trabajadores andaluces, a quienes consideraba estúpidos, vagos e incompetentes, aunque por lo visto era él quien era un inútil. Cada vez que aparecía allá donde estuvieran criticaba y cuestionaba el trabajo que se estaba haciendo. Empezaba a toquetear las cuerdas que se usaban para construir los muros y a intervenir de forma poco constructiva. Tenía un sobrino cuyas capacidades mentales eran un poco reducidas pero al que no obstante había confiado el rol de supervisor

Mi padre estaba descontento. Fue entonces cuando un encuentro casual vino a ofrecerle  mejores condiciones con otro capataz. Se estaba construyendo entonces la nueva sede de los almacenes El Corte Inglés en la Plaza de Cataluña y mi padre se detuvo a mirar las obras con curiosidad profesional. Allí estaba trabajando un viejo amigo suyo de los tiempos cuando había estado en Puertollano, al poco de casarse con mi madre. Se alegraron mucho de verse de nuevo y, al contarle mi padre  su  insatisfacción con aquel capataz y su obtuso sobrino, su amigo Pedro le presentó a su jefe. Gracias a la recomendación de Pedro, éste  le ofreció allí mismo unirse a su cuadrilla ganando dieciocho pesetas a la hora.  Así que mi padre volvió a aquel capataz poco escrupuloso y se despidió de él con gran gusto, llevándose con él a prácticamente todos los otros albañiles, cuando les contó lo de las dieciocho pesetas que iba a ganar con el nuevo capataz de obra.

Este nuevo jefe era una persona razonable y, al comprobar que mi padre era un trabajador serio y concienzudo, le ofreció todas las horas que quisiese, además de ponerle con trabajadores madrileños, que tenían derecho por contrato a días libres para ir a visitar a la familia. Mi padre se encontraba en la misma situación que ellos, con mi madre en Pozoblanco, cuidando de mi abuela y de mis hermanos.

Las cosas se presentaban pues prometedoras para mi padre: Tenía trabajo estable y las perspectivas de poder traerse a la familia a Barcelona; razones suficientes  para estar contento y satisfecho consigo mismo.

 

Algunos años antes de esa emigración a Barcelona, fue cuando mi padre conoció como es debido y se hizo novio con mi madre, Carmen, a quien había visto muchos años antes jugar en la plaza enfrente del colegio de los salesianos donde él había estudiado la escuela primaria. No obstante, el primer encuentro real sucedió durante uno de los periodos de recolección de aceitunas en los que todos trabajaban como temporeros. Estuvieron de novios muchos años, como era tradición en aquel entonces, y mi padre bromea que se casó con ella porque la forzaron sus padres, que si no aún estaría esperando.

Mi madre tenía en principio un carácter precavido y poco dado a entusiasmarse con las cosas. Le costaba tomar decisiones importantes, así que me la imagino perfectamente contenta sentada en la barda, sin atreverse a dar el siguiente y natural paso en la relación.

Era una mujer que, sin haber ido a la escuela tenía una gran inteligencia natural y, a sus años, había visto ya mucho mundo sin salir de su casa. Es comprensible esa cautela suya, pues sabía muy bien lo que le esperaba una vez casada: una vida en permanente zozobra, preocupándose continuamente por tomar la mejor decisión entre todas las malas que le ofrecería el destino, luchando a brazo partido por sacar una familia adelante en condiciones que ella sabía solo podían serle adversas. Daba por seguro que tras la boda tendría que emigrar a la ciudad y criar a sus hijos lejos de todo lo que conocía, de su familia y sus amigos, en un entorno hostil por definición. Las mujeres siempre han sido sabias. Ellas son las que paren y a ellas les ha tocado históricamente el papel conservador que luego se les ha criticado. Nunca han podido ganar.

Pero como las cosas siempre han sido así, al final no le quedó más remedio que dar el paso y mis padres se casaron en 1959. En 1960 nació mi hermana. Mi hermano mayor nació en 1962 y yo en 1964. Finalmente, mi hermano menor lo haría en 1968, el único de los cuatro que es catalán de nacimiento ya que nació ya cuando estábamos en la ciudad a la que íbamos a llamar nuestra: Barcelona.

Yo tenía solo cuarenta días en este mundo cuando nos mudamos. Mi abuela Jacinta, la madre de mi madre, había muerto dos días antes de nacer yo.  Es difícil imaginar el agotamiento que mi madre debía de sentir al bajar del tren tras el largo viaje con tres niños, uno de tan solo cuarenta días,  el mismo periodo transcurrido desde que había enterrado a su madre y,  con ella,  todo aquello a lo que había estado acostumbrada.

Hay una célebre foto del fotógrafo Xavier Miserachs que muestra a un grupo de esos inmigrantes recién llegados a Barcelona. Caminan por el Paseo de Gracia, cuya elegancia contrasta con el desaliño de los recién llegados, sin duda sin haber podido ni lavarse la cara en el tren. El grupo, formado por tres hombres y una mujer, parece mirar a la cámara con desafío y enojo.  No sé hasta qué punto se trata de una imagen espontánea o si fue previamente acordada pero, en cualquier caso, lo que se ve es una mirada de incomprensión entre ambos mundos, el del fotógrafo burgués acomodado en su ciudad y el de los inmigrantes recién llegados. Esa incomprensión iba a durar mucho tiempo y, hasta cierto punto, sigue sin estar bien resuelta a pesar de los esfuerzos de integración de unos y otros. El arbitrario prejuicio de aquel capataz gerundense contra los andaluces sigue arraigado en el subconsciente de muchos. No obstante, la integración de mi familia en Barcelona, igual que la de tantos otros, iba a resultar un éxito gracias a la generosidad de espíritu y a la fe en el progreso que había animado y todavía animaba entonces la reconstrucción de Europa tras la atroz Guerra Mundial. Desgraciadamente, ese espíritu positivo de reconciliación y ese deseo de paz y hermandad universal parece haber sido hoy olvidado, pero eso es ya otra historia.